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Una infancia mariconcita de telenovela

La edad de oro de la femineidad transcurrió entre mis cinco y diez
años de edad. Ese ejercicio libre y fantástico de lo femenino llegó
a su ocaso cuando entraba al sexto grado de la escuela primaria.
Mis compañeros varones se encargaron de fabricarme el closet.
Allí, en ese lugar lúgubre, el mariconcito quedó en suspenso,
agazapado y malherido. Allí adentro había que colgar el ropaje
femenino.
Las fuentes de las que se nutrieron mis experiencias mariconas,
y que hicieron de mí una criatura híbrida, han sido múltiples
y diversas. Sin lugar a dudas, las actrices de telenovelas han
sido esas bellas figuras femeninas que mayormente me dieron
alimento. Cual papilla deliciosa, fui saboreando, sin atorarme,
esa femineidad de oro en los tempranos años de mi niñez. Sus
gestualidades y andares fueron marcando mis modos de hablar y
de sentir, de desear y de amar. Cristina Alberó se ganó mis miradas
y mis deseos de imitación. Mi madre no escatimó en celebrar esas
simulaciones que prontamente dejaron de convertirse en parodias
para transformarse en performance cotidiana.
A través de esas imágenes en blanco y negro, me llegaba el
deseo de encarnar su personalidad. Trampa para un soñador y
Quiero gritar tu nombre me colocaron en un lugar de apropiación
de lo femenino. La rubia Alberó y su rostro femenino y feminizado
me conectaban directamente con su amado de la telenovela, con

quien, finalmente, después de no pocos infortunios, debía casarse.
En aquella época el capítulo final de las novelas se coronaba con
la boda; anhelaba ese momento del vestido blanco. Él, un hombre
rústico, mecánico y con mameluco; el cierre muy abierto y sus
vellos del pecho demandaban mi atención y provocaban deseos.
Ella me puso en ese lugar; yo se lo pedí prestado y me lo apropié:
el lugar de la mujer.
Todas las tardes, mi madre y yo, íbamos a la casa de la Porota,
una mujer de edad avanzada. No teníamos “tele”. Entre mates y
bizcochitos, en silencio y como bobas frente a la pantalla, no nos
perdíamos ningún capítulo. Ellas sólo interrumpían la trama para
decir: «qué churro que es Grimau»; yo también lo sabía, y aunque no
podía/sabía expresarlo, yo también lo sabía. Como telón de fondo
de aquellas tardes, la dictadura militar. Mis primeras experiencias
femeninas contrastaban con los hombres de las botas.
Rafaela Carrá merecería indiscutiblemente un capítulo aparte.
Al calor de los long play que mi abuela compraba y reproducía en
su Winco, supe apropiarme de aquella hermosa mujer, hacerla mía
hasta la posesión. Ella me hizo suyo. A través de la lucecita del
tocadiscos intentaba, en vano, encontrarla en miniatura haciendo
sus shows. Fantaseaba verla con sus movimientos corporales y
sus bailes con micrófono de cable en mano. Había bastado ver un
show por TV para quedar anonadado. Desde entonces, la lucecita
roja del tocadiscos me tentaba a eso.
Sus canciones, sus espectáculos y su movimientos permanentes
de la cabeza –tipo «explota, explota me explo»– me hacían estallar
de locura y de placer. Una mujer con todas las letras. Vestidos
brillosos, ajustados tipo sirena, y polleras acampanadas que
admiraba. La mujer no era una persona aburrida; las mujeres
eran expresivas y radiantes. No podía decir lo mismo acerca
de los varones. No tardé en imitarla. Mi mamá permitió que
me travistiera. Se hacía la hora de la llegada de mi viejo a casa
y mi mamá, con su acostumbrado «sacate todo que ya viene tu
padre», me protegía con complicidad de los retos paternos. Luego
necesité exhibir en público las habilidades femeninas adquiridas.
En cumpleaños y fiestas familiares me travestía de la rubia

italiana, y con sus temas musicales de fondo montaba un show
para la parentela y los vecinos curiosos; sentía que ellos merecían
disfrutar del espectáculo. No pasó mucho tiempo para que en los
eventos de las familias vecinas me llamaran para preparar algún
espectáculo.
Mi abuela y mi tía nunca dejaron de alentar estas imitaciones.
Encandiladas con mis locuras femeninas, avivaban ese fuego
maricón. Me sentía varón que podía ser mujer; me sentía mujer
que podía ser varón. Mi abuela y su Mary Stuart, sus uñas largas
y de color rojo sangre, su rostro blanco y su cabello negro. Se
requintaba a la mañana temprano para salir a hacer los mandados.
Me sentaba frente a ella para observar cómo, frente al espejo,
se delineaba los ojos y se pintaba los labios también de color
rojo. Mientras me decía «qué querés comer hoy Alejandrito»,
contemplaba de qué manera se embellecía. Mi tía y su locura, sus
tacos de tango, de los más variados colores: dorado, plateado, rojo
y negro. No me cansaba de sacarlos del ropero para observarlos.
No podía usarlos porque me quedaban grandes. Los admiraba,
temía estropearlos.
En aquella intensa etapa de femineidad, curiosamente,
nunca me gustó ser nena; no quería parecerme a las niñas que
me rodeaban. Nunca quise ser nena, pero sí mujer, una mujer
adulta. Las nenas eran bobas y sus juegos de muñecas, aburridos.
Yo quería asemejarme a las mujeres adultas, decididas, bellas y
capaces de amar a hombres. Siendo nena no podía aspirar a los
varones adultos. Los papis de mis amiguitos era mi debilidad.
Anhelaba refugiarme en sus regazos, abrazarles y chaparles. A
estas imaginaciones placenteras se le sumaba la atracción por dos
figuras masculinas: el profesor de Educación Física y un chofer
de colectivo de la línea 14. El primero, un morocho retacón con
antebrazos gruesos, cuyos músculos se marcaban al tomar la
pelota; el segundo, un rubio, melenudo, con bigotes, con cuyas
manos viriles operaba la palanca de los cambios.
Estas experiencias femeninas coexistían con el varoncito y sus
juegos aprendidos. La pelota y el fútbol siempre me acompañaron,
trepar árboles y tapiales de baldíos y casas abandonadas eran

hazañas cotidianas. Estos espacios eran los refugios especiales para
chapar con mis amiguitos. Después de jugar al bolo, sabíamos que
entre algunos de nosotros habríamos de hacer «cuchi cuchi». El
«cuchi cuchi» era la expresión, a modo de código, que usábamos
para referirnos a la práctica besuquera. Fantaseaba que era la
actriz de la novela besada por su pretendiente. No tardamos en
pasar de los besos a otras cosas en aquellas siestas que, según mi
abuela, estaban dominadas por el diablo. Y tenía razón.
Así como no me gustaban los juegos tontos de muñecas, tampoco
los juegos bobos con autitos. Soñaba con ser mujer adulta en el
futuro; creía fantásticamente que algún día, siendo adulto, me
convertiría en mujer para estar con hombres adultos. No pensaba
tener una familia, ni esposa ni hijos. No eran mis horizontes.
A pesar de haber entrado al closet y de verme en la necesidad
de corregir esa feminidad amada, las plumas nunca dejaron de
estar allí presente. La gente con la que fui conviviendo a diario se
ocupó de señalarlas; empezaba a sentirme una personita rara. No
responder a la normalidad suponía perder el amor de los demás.
Temía perder el cariño y el reconocimiento del prójimo. El miedo
a vivir una vida sin el amor de quienes me rodeaban se transformó
en el motor de largas y arduas cruzadas para matar a la impía
femineidad que me había embrujado y convertido en hereje.
Posteriormente, ya en la etapa de mi adolescencia y disfrutando
de las pantallas a color, Verónica Castro (Amor prohibido), Grecia
Colmenares (María de Nadie) y Luisa Kuliok (La extraña dama)
supieron recordarme aquellos orígenes maravillosos de esa mujer
que me había tomado, y de esa mujer que, al mismo tiempo y
paradójicamente, debía despreciar; una lucha encarnizada de
amor-odio se había librado. Estas actrices me permitieron habitar
secretamente y dentro del placard esos lugares femeninos. La
figura de la sirvienta, la pueblerina, la campesina, la pobre que
triunfa y se hace rica. Las poses y el contoneo de caderas, las
expresiones faciales…
Lo femenino era un mundo vivaz, alegre y pleno de sentido.
Lo masculino era gris, aburrido y serio, era sombrío y carecía
de intensidad. Lo femenino me colocaba en lugar privilegiado,

llamativo. Todo lo de la mujer era bello y tenía fuerza, poseía
plenitud. Me sentía lleno, me sentía yo. Lo female tenía empuje
e irradiaba luz. Lo masculino era algo opaco, apagado y feo de
lo cual no deseaba revestirme. Encarnarse en el ropaje del varón
significaba pasar desapercibido por la vida. La femineidad asumida
era activa; no era una feminidad pasiva ni tonta.
Fueron cinco años de oro, fue una etapa de infancia
mariconcita muy plena. Después de tantos años de odio contra la
femineidad, tras una larga etapa de exposición a una pedagogía de
aborrecimiento contra ella, hoy me encuentro reencontrándome
con ella para no dejarla partir nunca más.

Ale D. R.
Santa Fe . Soy puto, profesor y licenciado. Vengo especializándome
en género, sexualidad y educación. Con muchos proyectos
y acompañado por mi pareja, me dedico a la docencia y a la
investigación. Y, como buena litoraleña, mateo todo el tiempo.
Contacto: ale-rojas-55@hotmail.com

 

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