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Estimado Oscar Alejandro Oviedo:

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Me enteré por Internet, googleando un poco, que has crecido
muchísimo, que ahora sos un profesional bien formado, con
amplia experiencia. Sos un hombre de familia, con varios hijos,
exitoso. Realmente me alegro por vos.
Como sospecho que te habrás olvidado de mí, por las dudas
te refresco la memoria. Fuimos vecinos de barrio Los Gigantes y,
si no me equivoco, tuvimos contacto en 1994, cuando vos tenías
quince años y yo siete u ocho. Tu madre, Elda, era amiga de la
mía, Graciela, y mi hermana Gabriela estaba enamorada de vos.
Revisando un poco entre las fotos de mi familia, me encuentro
con ésta que te dejo al comienzo. Es la única en la que aparecemos
juntos: en el centro yo, a la derecha estás vos de remera blanca y
más a la derecha mi hermana, compartiendo una mesa. Me resulta
tan intenso que así sea el original, con sus fallos fortuitos propios
del rollo, con una carga oscura tal que parece sacado de alguna
peli de Lynch.
Es absurdo pensarás, por qué un tipo como éste resurge desde
un pasado tan remoto. ¿Qué pretende con toda esta verborragia?
¿Qué tipo de enfermo será? Y es que durante tanto tiempo vengo
cargando con esta cuestión que me inmoviliza, que quisiera

comunicártela. Ya pasó demasiado tiempo para la justicia y no
se puede hacer nada, porque fallé al no romper el silencio antes.
Mas el hambre de resolver aquellas cosas que nos afectan y darles,
en lo posible, algún tipo de desenlace me lleva a no dejar todo
esto atrás así nomás; no sin antes hacerte conocer mi historia, así
dimensionás las repercusiones de tu paso por ella.
Sabrás entender que la forma más “madura” de abordarlo debe
ser diferente a que quedase sólo entre nosotros dos. Eso explica el
carácter de “carta abierta” de todo esto. Escogí ponerle palabras a
esa experiencia que para mí persiste y que con su eco se prolongó
demasiado. Pero no en vano, ya que hoy entiendo más las razones
de cómo ocurren estas cosas. Hablo de lo que podríamos llamar un
caso de “abuso sexual infantil”, del que fuiste perpetrador aunque,
como vos eras también menor de edad, al día de hoy prefiero
pensarlo como un caso de “abuso de poder”. Doblabas mi edad, mi
experiencia del mundo. Más allá de que corresponde que lo sepas
(porque este tipo de dolores deben ser compartidos), te puedo
asegurar que aprendí mucho de todo esto y se desplegaron redes
de afecto insospechadas. Seguramente vos también lo harás, como
así también aquellos lectores de Mariconcitos, porque sé que mi
“caso” es uno entre incontables “casos” condenados a permanecer
en las sombras.
Se estima que, sólo en Argentina, uno de cada cinco niños es
abusado y que en el sesenta por ciento de los casos no se realiza
la denuncia. Con semejantes estadísticas, al salir a la calle y mirar
a la gente, me pregunto ¿dónde está toda esa gente abusada,
abusadora? Seguramente están camuflados, ocultos entre el
resto, escurriéndose entre charlas mundanas que no toquen fibra
sensible alguna, porque a esta sociedad no le interesa hablar sobre
ningún tipo de abuso, sino más bien hablar de que “hay que seguir
viviendo” y sufrirlo en silencio. Sabés que te pesa, pero lo callás,
y así es como muta en una úlcera invisible que se te va formando
con los años hasta que te mata. O no. Parece ser preferible eso que
confrontarlo. Los mismos que lo sobreviven no quieren tocar el
tema, sólo esperan llegar a casa para cerrar la llave de paso a las
hostilidades de este mundo por un rato, hasta que la necesidad los

obligue a volver a salir. Yo no quiero eso para mí. Me es menester
desarmar este monstruo que a la gran mayoría nos termina por
comer. Ahí está la gracia de escribirte esto. Tal vez a alguien estas
palabras le sumen: saber que existen estrategias para salir de esos
infiernos en los que uno termina enredándose sin compartirlo,
por miedo a ser juzgado. Porque desde bien chiquito aprendí a
mirar más allá para comprender lo que está debajo de todo, lo
dado por sentado, y que se quiere creer que es la realidad. Esa otra
cara marginalizada, que duele y a la cual se sobrevive diluyéndola
con fantasías, hasta que uno se olvida dónde empezó todo.
Estos últimos meses los dediqué a recordar mi infancia para
conceptualizarla. Acudí a mi familia para preguntarles cómo era
yo, para saber reconocer qué se inmovilizó tras el abuso. Qué
cambió. Resulta ser que hasta los ocho años (edad aproximada
de cuando ocurrió todo) las palabras me definían como un niño
que irradiaba vida, amoroso, cariñoso, dulce, alegre, entusiasta,
curioso e inquieto, empático con el dolor ajeno, amante de la
naturaleza, de los animales, permeable a las expresiones artísticas
como la música y, en especial, al acto de dibujar. La expresión que
siempre me acompañó en cualquier momento y que por suerte
no cambió: pilas y pilas de dibujos. Representaba mis muñecos
en acción, creaba personajes y hacía una especie de vistas
panorámicas de historias inventadas o cotidianas. No me atraía
lo que se suponía debía agradarle a un nene, como los autos o
el fútbol. No me atraía tampoco dominar a los demás a través
de la fuerza; más bien, me enamoraba perdidamente de nenas
ante las que luego temblaba en mi timidez. Bastante blandito,
¿no? Y es que sí. Tuve mis referentes de hombre: mi abuelo, ya
muy grande, que me inculcó la mentalidad del trabajo, respeto y
compañerismo con mis iguales; y tuve a mi padre en su ausencia
tácita y educación sexista. Pero quien realmente se encargó de
mi crianza día a día fue ese matriarcado rotundo y maravilloso
que conformaban mi abuela, bisabuela, hermana, tía y madre (no
sin contar también a las perras: Blanquita y Pompona). Ellas me
otorgaron esa capacidad que sólo a ellas se les permite, la de ser
naturaleza, de conectarse con lo afectivo y benevolente, de dar

vida y cuidarla, de alimentarla y disfrutar de lo simple y de lo leve
de un día de sol.
Recuerdo que nuestras familias se acercaron en ese entonces
pero, por sobre todo, recuerdo que en tu casa tuve mi primer
encontronazo con el modelo hegemónico que nos binariza y
diferencia entre “varones” y “mujeres”, sin importar lo que diga
el documento, siendo desplazado de los privilegios que da la
masculinidad debido a mi falta de inscripción en los modelos
vigentes. Fue en una juntada de los pibes del barrio a la que mi
hermana asistió y me llevó no sé por qué, tal vez yo se lo pedí.
Ahí estaba entre los grandes y uno de ellos señaló mi primer
desplazamiento. Al ver mi nula agresividad dijo: ¿Vos sos nena
o nene? Sos una nena gordita. Podría haberle pegado o, no sé,
puteado, para de alguna forma reafirmar mi identidad, pero qué
sabía yo. No hice nada y me guardé la duda —para siempre— sobre
si esa frase, dicha por uno de tus amigos, no te habrá servido para
convencerte a vos también de lo mismo, o si habrás detectado que,
aunque me lo cuestionaran, yo no reaccionaba ante la agresión. A
riesgo de sonar obvio, repito que comportarse como “mujercita”
no es algo tolerado por los “machos de la manada”: el varón
debe repudiar lo femenino en sí mismo, todas sus características
femeninas. Si ya te asignaron un sexo y un género masculino y
vos no respondés como se espera, pasás a integrar “lo maricón”,
lo que es menos masculino dentro de lo propiamente masculino.
Zafarse de esos roles significa ser reubicado, a través de la burla
y el rechazo, en el lado contrario al que fuiste inscripto en un
principio.
Como único hijo varón de mi familia —en una sociedad que
no se reserva en expresar su rechazo por lo marica—, de alguna
manera ya comprendía que si se sabía de mi abuso, acto seguido
cuestionarían mis inclinaciones sexuales. Temía corromper el
orden establecido, porque podía ser castigado por la omnipresencia
de todo lo que era más poderoso que yo. Así, me hice cómplice
de tu mejor aliado, el silencio, y tomé la forma de una especie de
asceta que cargaba en sí toda la problemática. En algún punto
creo que nos convencimos de que lo que había ocurrido no era

negativo para mí, por lo que seguramente te sientas sorprendido
a esta altura, porque claro, después de un tiempo, uno tiende
a naturalizar todo. Y si repetís ese discurso por un tiempo
prolongado, probablemente así será: normal. En mí nunca dejó
de ser una gotera. En su momento no dije nada porque primero,
simplemente respetaba una cierta autoridad de tu parte, que eras
más grande y cuando, al tiempo, entendí que algo más había
ocurrido no podía contarlo. Ni siquiera lo entendía del todo. Sabía
lo que nos habían dicho en la escuela sobre el abuso infantil, que
nos cuidáramos de los extraños, pero vos no eras un extraño. No
dabas señales de ser una amenaza para mí. Por el contrario, eras
alguien que se ganaba mi confianza y la de mi familia. Contabas
con eso, con mi confianza. Sé que la gran mayoría de los gozadores
del abuso de poder, tanto antes como después del abuso, disfrutan
esa miel que brinda el aprovecharse de quien no puede defenderse.
Así llegué a archivar en mi inconsciente todo esto a fin de que mi
vida continuase, naturalizando en silencio la relación entre un
grande que le da a conocer el mundo a un chico y lo prepara para
enfrentarlo. Tu lección fue enseñarme que te pueden garchar en
cualquier momento sin que entiendas lo que pasa y sin que puedas
resolverlo por veintitrés años.
Me resulta irónico que la plataforma con la cual pudiste
encontrar tu momento a solas conmigo fue la “Family Game”, esa
que vos tenías en tu casa, como si el nombre del juego en que
participábamos propiciara todo. Era “la familia”, ese juego que
juegan aquellas, como la mía, que no estaba ahí presente para
detectar lo que ocurría ni mucho menos evitar que ocurriese.
¿Cuánta gente lo habrá estado jugando simultáneamente? ¿O acaso
estaba a salvo con vos, como en familia, sin golpes ni maltrato
explícito? Claro, es fácil manipular a un niño para que sienta que
eso que estaba ocurriendo no era algo “malo” para él, sino más
bien, un “juego” del que sólo sabíamos vos y yo: “nuestro secreto”.
Pero yo tenía mis dudas y, de a poco, pude ir compartiendo ese
secreto tan nuestro con otros amigos más allegados, pidiéndoles
que por favor evitaran romperlo, porque intuía que estas cosas
acabarían por exponerme ante el lado morboso de una sociedad

hambrienta por más tragedia y razones para revictimizarte. Hoy
comprendo que el carácter peligroso de ese silencio al que me
habías confinado era en función de que no valiese la pena la
angustia de lo que venía después de romperlo. Y esta situación de
escribirte (que cada vez la veo más consumada en su necesidad de
desarmar, aunque sea un poco, lo que somos como sociedad) me
acerca a todo el sufrimiento que omitimos. Me acerca a ver cómo
las angustias se vuelven ignorables, porque aunque nos veamos
tan civilizados y humanizados, nuestra mierda se nos cae por
todos nuestros agujeros.
Después del abuso, una mezcla entre inseguridad y confusión,
una mente desinteresada por todo lo que la insensibilice y una
atracción por las mujeres, que a su vez responden a un modelo
de masculinidad en el que yo no encajaba, todo eso, me llevó
forzadamente a sentirme caer en una construcción ajena a lo que
yo debía ser, por lo que pensé: si mi carácter es comprendido
como femenino, entonces, ¿me tendrían que gustar los hombres?
Creí que sólo era cuestión de aceptarlo, pero en realidad era
cambiar un mandato por otro, forzarme de nuevo a elegir lo que
se suponía debía elegir alguien como yo. Pero andá a explicárselo
al adolescente alienado en que me había convertido. Por mucho
tiempo, la estrategia fue asexualizarme. Empecé a dibujar campos
de batallas llenos de muertos, cortados a la mitad o decapitados,
seres agonizando o siendo lanzados al vacío. Pero después de todo
lo que pasó con vos, los video juegos fueron mi principal canal
de escape y alivio, la posibilidad de destruir algo, ¡polígonos! Un
deseo que, al no saber su objeto de odio, odiaba deliberadamente
a quien sea que no estuvo ahí para evitar que me tocases. En la
virtualidad viví de todo y aprendí que, en el camino del héroe, lo
que querés en realidad es salvar a la chica.
Inventé una de las estrategias más descabelladas de mi vida.
Condené a una parte de mí al exilio: me dividí inconscientemente
en dos, me quedé con los restos de lo que debía ser, lo masculino,
y con el objetivo de salvar a la chica, una que no conocía pero que
sin saberlo era yo misma. Una chica abstracta donde proyectaba
toda mi vulnerabilidad, una chica que sabía que estaba en algún

lado, que aún no conocía, pero que era abusada y me necesitaba.
Salía a buscarla por el barrio, navegaba en las redes siguiéndole el
rastro. Allí, me transformé en un adolescente mucho más callado,
sombrío, introspectivo, nostálgico, pero héroe al fin, a la vez que
sabía que si inspiraba suficiente miedo, si me convertía en algún
tipo de amenaza, podría mantener la distancia con los demás.
Once años después llegó el día en que encontré a esa chica, Larita,
hermosa hada de los cibers, quien había tomado estrategias
similares a la mía, desdoblándose y, por lo tanto, respondía a las
mismas construcciones que yo proyectaba sobre ella. Una tarde,
hablando a solas, le dije que sabía lo que le había pasado. Quedó
estupefacta ante mi declaración y su respuesta fue, entre lágrimas,
que ya había llegado tarde para ayudarla. Sí, habían abusado de
ella y me había esperado pero, como nunca llegué a encontrarla,
la niña que era había muerto. Sentí haber fracasado en esa misión
de la que había hecho mi vida. Pero, con el tiempo, comprendí la
operación mental que había hecho y reconocí dos cosas: que al
final la chica siempre era un referente de mi personalidad y que ese
punto en común, donde dos gamers adolescentes se encontraron,
reflejaba la invisibilización que el entorno hizo de nuestras vidas
frágiles.
Tras el fracaso por no haber encontrado a la chica a tiempo,
mi espontaneidad, autenticidad y la alegría conquistada a
duras penas se convirtieron en hipocresía y neurosis. Sufrí un
empobrecimiento de mi inteligencia emocional, autoanulando
toda manifestación emocional relacionada a lo débil y carente de
poder: llorar, tener miedo, sentirme inseguro o interesarme en el
arte. Caí en estrategias de supervivencia nefastas que quemaron mi
vida sexual, mi forma de ver el placer, que me dejaron hambriento
de contención, de amor, al borde, incomprendido, cerrado por el
miedo, justificando cada derrota por no llegar a salvar a la chica a
tiempo. No podía dejar de leerlo como si me hubieses sacado un
pedazo de vida y, al día de hoy, me pregunto ¿cuántos días pasaron
pensando en estas cosas?, ¿cuántas relaciones arruinadas por mis
inseguridades que tienen raíz en todo esto?, ¿por qué tengo que
estar haciendo esta carta dolorosa en vez de estar disfrutando de

otros recuerdos más plenos, sin sentir estos terribles dolores de
panza? Ahora que te escribo, te seré sincero, no me aguantaba
más las ganas de darte las gracias por tanta ansiedad, por todas
las oportunidades desperdiciadas, por los años de dormir para no
sentir la infelicidad de mi existencia, envenenado, encubriéndote
bajo capas y capas de inconsciencia primero, de consciencia
después, alejándome de mi familia por un rencor que ni siquiera
comprendía, perdiendo tiempo en fantasías que me impidieron
disfrutar de personas que ya se fueron. Gracias por hacerme
pensar en el amor tan desesperadamente, queriendo que alguien
me comprenda, me acepte, me banque en una sanación que nunca
se da y que no va a ocurrir. Gracias por el bloqueo mental y la
necesidad de aplacar todo con alcohol. Gracias por la histeria
de pensar que era un enfermo, que todo violado es un potencial
violador, por lograr que me considerase un monstruo que merecía
vivir aislado, sintiendo culpa de no saber cómo vivir. Gracias por
convencerme de que podía sacar lo mejor de la gente, inclusive
de aquellos que se atrevieron a tratarme abusivamente, sólo para
darme cuenta de que todo eso es reflejo de lo vos que me hiciste.
Sé que puede resultar irónico mi agradecimiento, pero es genuino.
A lo mejor un abusador no lo entienda, pero hay gente que sí
va a entenderlo. Le debo a Camila Sosa Villada su ejemplo de
resignificación del pasado a través de la escritura y esta forma
de agradecer a nuestros verdugos lo peor. Pero especialmente, y
vuelvo a vos, Ale, gracias por dejarme en claro desde bien pibe
que esta realidad es sólo un circo, una gran cortina de humo, que
el inframundo es la verdadera realidad.
No quiero predicar el odio, pero confieso que he fantaseado con
que esta carta te afecte. Porque, de última, si algún eco de ese goce
te gusta, ojalá sepas leer esto como una continuidad acumulada
y que se te prendan fuego las tripas, en este mismo instante, por
todos los días que no pude levantarme de la cama.
Te preguntarás, al igual que otras personas, si es así de fácil
como patearle la pelota al otro, responzabilizarte sólo a vos por
todo lo que no estuvo o no salió bien en mi vida. No es eso, sé
que si me dejo llevar por ideas así, pierdo tacto, pero es que,

Ale, no sé si podrás entenderme: hay cosas tan hermosas en esta
vida, me imagino que ambos las hemos experimentado, no soy
únicamente una víctima, pero necesito dejar bien en claro que esta
experiencia que te incluye, no pertenece a esas. Lo tuyo no fue un
acto incestuoso que despertó mi libido, no fue un juego en el que
ambos ganamos algo, en el que ambos nos hayamos divertido, en
el que compartimos alguna derrota; lo tuyo no fue nuestro, fue
un acto de sometimiento que despertó mi más temprana miseria,
enseñándome a reprimirme, mutilándome, de ahí en adelante,
toda la vida, para dejar sólo lo que estaba “bien” y, aunque suena
terrible, sentó las bases de una estrategia para sobrevivir en un
mundo que sentía que me quería pisar al igual que vos.
Pero sobrevivir no es vivir. Por fortuna, en algún momento
pude desarrollar algo así como mi deseo, en un período corto,
inestable, que explotó de un momento a otro, hipersexualizado
pero insensible, descuidando vínculos, no sabiendo resolverlos.
Hoy, tras mucho recorrido e incontables infiernos extinguidos,
disfruto una vez más de lo delicado, de lo suave, de la brisa, del
detalle gratuito pero generoso, de lo femenino y maricón, de cada
cuidado para que las cosas sean más disfrutables y plenas. No
lo logré solo, sino con los aportes de personas desbordadas de
amor, que me llenaron, cuidaron y dieron diálogo para seguir
en la búsqueda, la de salir de tu infierno. Más feminidades se
sumaron al matriarcado que moldeó mi reeducación sentimental,
como Effy Beth, a quien vi caer por estas mismas razones que,
ahora comprendo, son las mías, las tuyas y las de todos nosotros.
Ok, llegamos a ese punto en el que todo es una mierda y
todos formamos parte de esto; a la opresión la sostenemos entre
todos nosotros, cada uno con sus microviolencias cotidianas,
haciéndoles invivible la vida a los otros “porque así son las cosas”.
Detrás de toda esa mala onda que la gente tira, detrás de toda esa
mierda de no soportarse mutuamente, hay una paz imposible de
cada uno consigo mismo. Porque nos comen nuestras historias
irresueltas, incomprendidas, repitiendo discursos ajenos,
hostiles, codeándonos unos a otros en un bondi, peleando por
sillas, oliéndonos con desprecio, en un imparable vaivén de

microfascismo. Ya, en mí, urge otra necesidad: la de la comprensión.
Hay una gran libertad tras desarmar estos moldes a nivel
personal, a través de la autocrítica, de la ruptura con esa paja/
tabú/miedo de pensar estas cosas, de deshacerse de este aparato
ridículo con valores binarios y comprender que la normalización
de lo disidente nunca fue la solución a nada.
Empecé la carta contando cómo fui leído y apartado de la
masculinidad obligatoria por la injuria primero y por tu abuso
después. Pagué un precio. Altísimo. Recién hoy puedo elegir por
mi propia cuenta apartarme de ese régimen del horror. Del macho
que insiste en remarcarlo y lo sostiene en la fuerza física, el tamaño
de su barba, el tamaño de sus músculos, billetera y bulto; o en la
pila de huesos sobre la que se para responsable y orgulloso de su
habilidad de quitar vida. Del que se come el viaje del caballero que
debe cuidar a su princesa que lo aprueba si lo ve rompiendo un
pedazo de silla para bajar a la calle y pegarle a los negros, pocos
minutos después de que la seguridad estatal entra en huelga. Allí
me quedo yo, al margen, con mis referentes de lucha y justicia
social que visibilizan nuestros crímenes para que la justicia sea
que no los volvamos a cometer, me quedo con los que usan toda
esa ira como combustible de actos creativos pasionales. Me quedo
con aquellos que comprenden el valor de cada vida y la urgencia
de cada herida. Me quedo con los maricones, las tortas, las travas,
los trans, con los negros, las putas, los locos, las discas, los pobres
y todo lo que el poder desprecia.
En un principio, no quería hacer esto, creeme, porque sabía
que me llevaría a un balance que seguro me tiraría bastante abajo.
Sin embargo acá estoy, aceptando que no olvido, que no perdono.
Dándome cuenta de que los silencios nos aprisionan, reconociendo
que evadirme sólo contribuyó a que se siga agrandando el hueco
en mi estómago.
¿Pensarás que esta carta te absuelve o que es un ataque
desmedido a tu persona, a tu reputación actual? Ni una cosa,
ni la otra. ¿Y qué si ahora sos un dulce de persona y un padre
ejemplar? Qué se yo. Sé que tu única culpa explícita ha sido repetir
patrones, sin hacer una diferencia con eso. Tal vez vos pasaste

por lo mismo, tampoco lo sé; yo repetía una serie de patrones
también. Mi padre se aseguraba de inculcarme ideas misóginas
para que este mundo no me atropellase, aunque sus ideas ya eran
una forma de atropellarme y “normalizarme”. Por mucho tiempo
pensé que aquello que me fue quitado era la inocencia. Recién
hoy comprendo que mi inocencia era un absurdo. También tengo
mis dudas: ¿le debo a tu abuso el no haberme inscripto en la
masculinidad machista y los privilegios que otorga su ejercicio?
¿Debo agradecerte el abuso? No, rotundamente no.
La condena se vive en muchos niveles y en cada tipo de abuso,
sea en la calle o en el laburo, hay un eco de lo que significa que
alguien con mayor poder te someta a lo no deseado. Resonás,
Alejandro. Tu abuso resuena en cada violencia. Y quiero que esta
carta, y el alcance que tenga, hagan resonar ya no tu voz sino la
mía, mi repudio al abuso de poder y su malestar infinito. No puedo
evitar que los abusos sigan ocurriendo, pero puedo invitar a quien
haya llegado a esta parte del relato a romper el silencio antes de
que se convierta en el monstruo que acabará por devorarnos.
En fin, Ale, vos ya decidiste por mí, pero a partir de ahora
decido yo y, esta vez, también un poco por vos.
Querido lector: ojalá que mi carta te invite a ser libre, que mis
más desesperadas estrategias de supervivencia reflejen su efecto
bola de nieve –más bien, de mierda– a lo largo del tiempo y tomes
la mejor de todas: romper tu silencio y ser libre de su poder
opresor.


Con todo el afecto del que soy capaz.

 

​

Nicolás Alejandro Bordones Arena.
Blog: alejandroarena.blogspot.com.ar

 

Córdoba, agosto de 2016

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