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Muñeca Rota

Hubo un tiempo en que me la pasaba dragueada con un vestido
imaginario, igual al de Cenicienta antes de las 12, y una larga
cabellera de princesa. Cerraba los ojos y un mundo de arco
iris, praderas verdes y palacios barrocos venía hacia mí. Así me
la pasaba en mi cuarto, en el patio debajo de una parra o en la
vereda. Al mediodía, antes de almorzar, o a la siesta, cuando
todxs dormían. Esa cabellera larga que tanto me gustaba no era
cualquier cabellera. No era la permitida a un niño de cuatro
años, sucesivamente rapado con el objeto de simular higiene y
masculinidad. Esa cabellera estaba hecha de repasadores que
solía quitar del patio apenas se secaban. A veces pegaba un salto
para arrancar uno del tendedero de alambres. A veces me los
alcanzaba mi abuela. Yo danzaba, danzaba fascinada por algún
misterioso vals asible solo por mis oídos y gesticulaba canciones
impronunciables (¡auténtico lipsync for you life!). Mi abuela, mi
padre, mi madre, mis vecinos, mi tía porteña, que llegó a sacarme
una foto, mis hermanos, mis primos. Todos, cada uno de ellos,
solían conversar felizmente creyendo que jugaba a los “árabes”.
Ni princesa, ni bailarina. Ni judía. ¡Un jeque árabe! ¿De dónde
habrán sacado tremendo cuento para aliviar sus conciencias? ¿El
imaginario heterosexual orientalista auspiciado por Lawrence de
Arabia había surtido efecto en un pequeño poblado del litoral
santafesino? Como fuera, esa codificación fue permisiva durante

un tiempo. El trapo era mi prótesis de la feminidad expuesta a
todxs pero al mismo tiempo secreta. Yo no se lo contaba a nadie,
sabía que eso no era conveniente, que no había que decirlo. Sabía
que no tenía nada que ver con el He-Man hipermasculinizado que
miraba mi hermano mayor y que conocía a través del estampe
en prendas que me pasaban de él. Estaba instruida por Disney
y los Ositos Cariñosos para esta puesta en escena. A veces, me
lo dejaba suelto, para sentir la cabellera en mis hombros. Otras
tantas, le hacía un nudo para sentir una tirante cola de caballo o
un trenzado.
En mi casa, la casa de mi abuela, había cinco muñecas gigantes
que reposaban en los sillones de mimbre del living. Nadie usaba
ese espacio. Estas muñecas atestiguaban la feliz infancia brindada
a mi madre con lo mejor que el mercado lúdico podía ofrecer,
en términos de internalización de la feminidad y el trabajo de
cuidado, a las niñas argentinas de fines de los ’60. Las enormes
muñecas tenían más o menos mi altura y unos vestidos de telas
de colores muy vivos. Me llamaba mucho la atención uno rojo
con pequeños lunares blancos. Tenía detalles, como cierta guarda
con “vuelitos” en sus terminaciones. Un día no lo dudé más y
me lo puse. Desnudé a la muñeca y tapé mi sexo con su vestido.
Entonces corrí, corrí como nunca. Atravesé todo el largo de
mi casa dirigiéndome a la vereda hasta llegar a la esquina. Lo
recuerdo muy bien, iba gritando con los brazos en alto. ¡Hasta
perdí el repasador que llevaba en la cabeza! Mi vecino de enfrente,
un camionero jubilado, me miraba sin exclamar nada. Ahí estaba
yo, en la esquina, saludando a cuanto transeúnte se atreviese a
mirarme. Pero entonces llegó mi vieja y me llevó a casa tirando de
la oreja. ¡Fue mi primera marcha del Orgullo!

 

​

Emmanuel Theumer
Maricofeminista, alfabetizado en historia de la sexualidad.
Grinderela. Amante de la conexión, no de la representación.
Convive con varias plantas, entre otras especies compañeras, en
una localidad llamada Esperanza.

 

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