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Clases de actuación

Pensaba que de chicx no me gustaba disfrazarme. No recordaba
haberlo hecho. Pero a partir de esta convocatoria pude releer esta
foto de mi infancia –una de mis favoritas–, la que siempre se me
viene a la cabeza cuando rememoro mi niñez. Cada unx la leerá
como quiera y como pueda. A mí, ahora, me hace creer que en ese
entonces aún no había cedido completamente al disciplinamiento
de los deseos. De mis deseos.
No sabría decir en qué momento asumirme varón-masculino
pasó a ser la norma de mi vida. Sí sabría decir que no fue una
decisión propia. Aunque, tal vez, sí lo fue. Creo que no la siento
propia porque fue tomada por la fuerza, bajo coacción.
Dejá de hablar así. Movete como hombre, no des pasos tan
cortos. No cecees. No muevas tanto las manos, no hace falta que
seas tan expresivo. Hablá más grueso. No te pares así. Sacáte la
mano de ahí, cambiá la pose. Te vamos a llevar a la fonoaudióloga.
¡Es una nena, es una nena! ¡Vení a jugar con nosotros, nenita!
Jugá al fútbol, dale. ¿Por qué no hablás como nosotros? Vos sos
el hombre y yo la mujer. ¿No te animás? Cagón. Trolo. Puto. Gay.
MARICA.
No fue fácil la tarea, la de dejar de ser un niño afeminado.
Sí, digo bien, así es como me veían y decían. En esa vertiginosa
relación empecé a sentirme (¿por qué se convertiría en algo
dañino?) y convertirme en un “hombre hecho y derecho”.

¿Quién hubiera dicho que mi infancia sería mi primera escuela
de actuación? ¿Mi expresión sexo-genérica, mi personaje más
trabajado? ¿Mi familia, mis amigxs y mis compañerxs, lxs directorxs
de la obra? Supieron –¡y qué eficaces fueron!– tirarme líneas,
indicaciones, directrices e imposiciones para (co)accionarme a
moldear un personaje que encajara en ese mundo/escenario –mi
mundo, ¿mi mundo?– que no aceptaba papeles ambiguos. Nada
de personajes que pongan incómodo al público, Pedro. Nada de
personajes que no sepan qué quieren ser ni qué desean. Vos lo
sabés, lo tenés muy claro. Te lo dijimos ayer, te lo decimos hoy. Y
te lo vamos a decir mañana.
Tengo que reconocer que no volqué mi energía en llevarles la
contra. Rápidamente cedí. Entendí que, si quería una vida fácil
o, al menos, no tan dura tenía que concentrarme en escuchar, en
hacer cuerpo sus correcciones. En naturalizar una voz, una forma
de andar, una pose.
¿Solidaridad transmarica a esa edad? Ya quisiera.
Digamos que logré una personificación no excelente, pero
pasable. Era claro que no vivía el personaje, sino que cargaba
siempre con una máscara: mi heterocareta. Pero atravesé esa línea,
tras lo que empecé a dudar qué era representación y qué era real
(claro, no entendía que actriz y disfraz se hacen unx, que no hay
distinción posible). Ya no sabía si deseaba o si deseaban por mí.
¿Sentí? Sí, claro que sentí. ¿Deseaba? Claro que deseaba. Pero,
¿sentía todo lo que quería? No. ¿Vivía todo lo que deseaba? No.
Creía llevar una vida a medias. No me equivocaba, usar careta
le permite a unx salir a la calle, pero oculta también emociones
y expresiones. No podían verme fruncir el ceño, guiñar un ojo,
levantar una ceja, morderme los labios. Nadie me vio llorar. Nadie
me vio sonreír.
Ahora el ejercicio de recordar mi infancia es algo necesario.
Reencontrarme es casi una necesidad.
Sin duda, me gustaba disfrazarme. Ellos limitaron las opciones,
restringiendo mi papel y mi vestuario a lo “normal”, a lo “esperado”.
Sin embargo, hoy descubrí el baúl que pretendieron ocultar en el
fondo del olvido. Ese baúl escondido no sólo alberga todas mis

singularidades, sino también todo lo que pude haber descubierto
y aprendido.
Cómo les va a joder que lo único guardado ahora en ese baúl
sea la heterocareta. Cómo les va a joder cuando, toda divina y
sonriente, les diga: todxs nacemos desnudxs, el resto es pura
actuación.

 

​

Pedro Andrés Juan
También conocidx como Pe Perina. De San Rafael (Mza.), pero
reside en Carlos Paz (Cba.). Estudiante de Historia y con historia
de estudiante. No sabe adónde va ni le interesa mucho saberlo,
siempre y cuando sea acompañadx y entretenidx.

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