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Pelo

   I
A mi hermana, los grandes siempre le estaban halagando
la melena. Le tomaban ese pelo rubio que se hacía más fino y
claro en las puntas, y se lo enroscaban entre los dedos, dejándolo
caer entre “aaahs” y “ooohs”. Yo, que tenía una mata negra que
apenas llegaba a cubrirme los ojos, miraba caer en el aire ese pelo
ensortijado con los puños cerrados. “A vos, ya hay que cortártelo”,
me decían. Cada dos o tres meses mis padres pronunciaban la
odiada sentencia, intercambiando miradas de acuerdo juicioso.
Yo entraba a la peluquería con el paso fúnebre de quien se
dirige a la horca. Para mi mayor tormento, el peluquero, un
pelado cincuentón aficionado a la caza, decía que la forma de
mi cabeza era perfecta, así que siempre elegía cortes bien al ras,
para que luciera mejor ese cráneo soberbio. Evitando pensar en
los mechones espinosos que iban cayendo al piso como bichos
muertos, me obligaba a estudiar las fotos grotescas que poblaban
las paredes, todas las cuales mostraban al pelado sonriendo y de
cuclillas sobre el cuerpo de algún animal muerto con la sangre
fresca chorreando por el pelaje lustroso. Sólo apartaba la mirada
de las imágenes cuando, terminado su trabajo, el hombre me
acercaba un segundo espejo para que pudiera apreciar la poda
desde todos los ángulos, mientras me sonreía esperando el visto
bueno. “Está bien”, le decía resignado, le pagaba los 10 pesos que

salía el corte y me volvía a mi casa bajo una nube negra.
 

   II
Mi hermana tenía toda clase de Barbies. La embarazada,
la sirena, la gimnasta, la Hollywood, la novia y muchas otras.
A mí me encantaba jugar con esas muñecas, pero supe que las
tenía prohibidas sin que tuvieran que decírmelo. Desde que una
noche, a mis tres años, dije casualmente durante la cena que
Luis Miguel era muy lindo, mis padres me fueron enseñando,
mediante aparatosos intercambios de miradas sombrías ante cada
pronunciación maricona, qué aspectos de mi persona era mejor
guardarme.
A mí lo que me gustaba de esas muñecas no eran los juegos ni
las fantasías que se podían tejer en torno a sus personajes. No me
importaba si la muñeca era fashionista, embarazada, secretaria o
veterinaria. Lo que me gustaba era su pelo, y las posibilidades que
ofrecía: colitas, trencitas, rodetes, batidos, raya al medio, raya al
costado, media cola. Pero las oportunidades que se me presentaban
para poner mis ávidos dedos sobre esos pelos de plástico blondo
eran prácticamente nulas. La ocasión perfecta llegó cuando mi
hermana se enfermó de paperas. Durante la semana que estuvo
postrada, las Barbie y yo disfrutamos a diario de amenas sesiones
de peluquería en el baño de mi casa. Durante una de esas sesiones
mi madre abrió la puerta del baño de un solo y brioso movimiento,
y la visión de tan singular asamblea le sopapeó la cara como si le
hubieran arrojado un pescado podrido. Yo, que ya de chiquito
tenía un muy desarrollado sentido del drama, me las ingenié para
derramar un par de lágrimas de cocodrila y le dije que me tenía
tan mal ver a mi hermana enferma, que lo menos que podía hacer
por ella era peinarle las muñecas, nomás para ahorrarle el trabajo.
Mi madre fingió creerme.

 

   III
Creo que eso fue en el 96, el año que pasaron María la del Barrio
por primera vez. Yo amaba a Thalía. Alucinaba con su cintura de
avispa, su cara de santa abnegada, y sobre todo, esa cascada de 

rizos chocolate que caían sobre su cuerpo diminuto, como si se tratara de un dibujito animado. Me encantaba cantar el Gracias a Dios de la entrada frente al espejo, revoleando una imaginaria parva de resortes color café. Fue frente a ese espejo, oreando la melena incorpórea, que me pesó demasiado esa ausencia, y en un temprano acto de draggeo, me confeccioné una modesta peluca con un buzo de Mickey. No era la primera vez que practicaba el travestismo capilar: ya una vez había convencido a la ingenua maestra del preescolar de que usar pelucas de colores brillantes para el acto de fin de año era una muy buena idea. Todo para verme con pelo largo. La peluca-buzo era más austera: había que ajustarse el cuello de la prenda al cráneo como si fuera una vincha, y dejar que el buzo cayera como la cofia de una monja. Esa tarde mi madre también abrió una puerta y también se encontró con una visión singular, pero, en lugar de proferir el acostumbrado grito censor, se empezó a reír. Lo del buzo en la cabeza le pareció una idea simpática, divertida. No sospechó que yo jugaba a lucir una cabellera boscosa. En otras palabras, la performática mariconería del acto le pasó inadvertida. Y así fue que, un poco maña de loca, otro poco miopía de paki, me salí con la mía y empecé a pasearme con el buzo en la cabeza a todos lados, meneando esa pelambrera subversiva y maricona al viento rosado de mi niñez.

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Juan Pablo Nario

Mar del Plata, Buenos Aires.

 

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