Una mariquita en el medio del campo
No consigo desandar por qué, a la hora de seleccionar mi foto de
mariconcito, algo me lleva a un grupo de fotos entre las que se
incluye ésta. En ese grupo se distingue una serie tomada sin duda
el mismo día, en la misma “sesión” (seguramente por mi madre),
que se evidencia en la ropa, en mi aspecto, en los lugares de la
casa. Así como en ésta parezco estar diciendo “miren mi oso”, en
las otras estoy haciendo caritas traviesas o hablando por teléfono
(la pichona de marica ya se viajaba en Hola Susana, que acababa
de aparecer; aunque por suerte los astros luego me liberaron
del culto a diva tan desafortunada y la reemplacé por otras más
interesantes y divertidas). No tengo datos precisos del momento
en que fueron tomadas, pero supongo que debo andar por los tres
años.
Y en casi todas las fotos de la serie, aparezco con el oso. El Oso
Carozo, así se llama (nada original, supongo que la reminiscencia
de Carozo y Narizota es obvia). Aún lo conservo entre mis tesoros
de infancia. Dormí con él hasta los once años y, en un momento,
digamos, hacia los ocho o nueve, la pareja se abrió e incorporamos
al Perro Pulgoso, haciendo un gozoso trío en la cama, todas las
noches. Al Oso Carozo me lo había regalado una prima, que a
su vez lo tuvo en su propia infancia; motivo por el cual el oso
tiene unos diez años más que yo. Aunque después la normativa
genérica me desplazó a juguetes chonguitos (las Tortugas Ninja,
los Halcones Galácticos –me calentaba el Niño de Cobre, otro
mariconcito en ciernes–, los Locademia de Policía), los juguetesplaceres
que luego empecé a (o me hicieron) percibir como
incorrectos (puesto que en el momento me resultaban lo más
común del mundo sin problema alguno) son un tesoro mariconcito
que reconozco a la distancia: algo allí aparecía, insistía, desafiaba
y no se amedrentaba: la tentación por la vitrina de muñecas de la
misma prima que me regaló el Oso (una vez le rompí el celofán para
sacarle una: la quería tocar, tener entre las manos), los Pequeños
Pony de otra prima y una amiga (llegué a robar alguno), o la
atracción irresistible de mirar impunemente los Ositos Cariñosos
y Frutillitas cuando los lograba enganchar por televisión (cosa
infrecuente por la poca disponibilidad de canales en los años ’80,
y en el medio del campo). Y si no podía ser en la televisión, eran
en los VHS que íbamos a alquilar con mi mamá. Siempre preferí
el cinismo y el sadismo de la Warner a la felicidad naif de Disney
(sólo amaba al perro Pluto –¡vaya nombre!–). Y de la Warner, los
devenires travestis de Bugs Bunny en algunos episodios, sus besos
en la boca a Elmer y su amaneramiento (¡esa zanahoria que no
deja de chupar!), me hicieron muy feliz. La Pantera Rosa también
me divertía con sus aventuras graciosas y su color inquietante
cuyas huellas puedo reconocer. Por la misma época, el melodrama
político medieval de Ico, el caballito valiente era una patada al
hígado que adoraba. Mario Bross le aportaba interactividad vía
“family game” a este pequeño mundo de mariquita que me había
armado en el medio del campo (la sospechosa relación con Luigi y
los honguitos con forma de glande habilitarían también una larga
especulación semiótico-subjetiva del consumo de imágenes). De
todo esto me sacó la lectura de Mafalda a los diez años: supongo que
con ella me hice feminista, con Susanita advertí una contrafigura
infumable de todo lo que no quería ser y con Libertad me hice
anarquista.
Pero si todos estos destellos afectivos configuran un espacio (o
un territorio) de los placeres anómalos pescados –resignificados,
reapropiados– como guiños (que acaso la violencia de la Institución
Escolar se encarga luego de enderezar y borrar, o por lo menos lo
intenta), es porque la experiencia de, en mi caso, una mariquita en
el medio del campo me llevó a sentirme, pensarme, percibirme en
la felicidad de una vital rareza que deseaba afirmarse en su propio
desencaje. De todas maneras, supongo que no me es privativo:
hay algo que se me aparece compartido e imagino como vivencias
comunes, incluso jugueteando con el estereotipo, de tantos
otros mariconcitos, pichones de locas, putitos enrevesados. Esto
puede incluir otras complicidades, como mi abuela Pepa (porque
los mariconcitos cuando no tenemos una madre cómplice,
seguramente tenemos una abuela o tal vez una tía): entre otras
tantas cosas en las que podría pensar, se me ocurre recordar las
trenzas que me hacía con hilo de lana y hebillas baratas, cual
fashionismo rural y pobre, y habilitando todos los deseos de su
amado nieto mariquita. Con esta imagen me quedo.
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Javier Gasparri.
La infancia a la que refiere, transcurrió en Pavón Arriba. Vive
actualmente en Rosario. Se dedica a la docencia de literatura.
Escribe ensayos y alguna otra cosa más.
Contacto: jegasparri@gmail.com