El ángel que quiero yo
Lo peor que pudo suceder no fue haberme puesto una toalla,
como si fuera una pollera, y hacer un show frente a mi padre y mi
tío; o jugar con primas y hermanas a la casita, peinar muñecas y
juntar flores. Tampoco fue lo peor haberme aislado de los grupos
de machitos futboleros. Ni rechazar, de forma casi alérgica, lo que
me decían que debía hacer como varón.
Lo peor fue haberme vestido como angelito.
Si bien, desde el punto de vista de mi madre y de mis maestras,
era un ángel, portarme bien no era garantía de que fuera así en
mi cabeza. Me atormentaban demonios informes, enfermos,
diabólicos, sueños eróticos y deseos inconfesables.
El mundo se detenía cuando veía uno de mis compañeritos de la
escuela. Me quedaba parado detrás de una columna observándolo
jugar, moverse, hablar. La luz del sol lo hacía todavía más bello
que esos ángeles de los que me hablaban en la iglesia. No sabía
lo que me pasaba. No entendía qué me pasaba. Las maestras
que me observaban en el recreo pensaban que tenía problemas
de integración, que era muy tímido, que algo se tenía que hacer
conmigo. Siempre fui “el buenito”. Y así quedé hasta mis 19 años.
Los machitos que jugaban al fútbol casi no iban a la iglesia. No
eran catequistas, no eran monaguillos, ni se vestían de santos o
pastores. No participaban de puestas en escena encantadoras, o
de ceremonias mágicas con vestimentas extrañas, ni trataban de
entender eso de andar comiéndose el cuerpo de un tipo con forma
de lámina redonda y blanca.
Eso que se llamaba transustanciación era un misterio muy
grande para mí. Pero, por alguna razón que ahora entiendo, me
acercaba a los misterios de los mundos simbólicos y a preguntas
que más tarde se respondieron solas, cuando los cuerpos que comí
fueron otros y tuvieron un sabor diferente.
El horror no viene por la transformación de aquel angelito en
un monstruo o algo parecido. El horror viene a mí hoy, cuando
recuerdo las tormentas que viví en mi cabeza, no entendiendo ese
mundo lleno de mentiras, de cosas de las que no se habla.
Ya no se trata de guerras entre ángeles y demonios.
El angelito ese tenía un cuerpo lleno de preguntas y una cabeza
atormentada por deseos. Era puto, maricón, desde chiquito. Era
un disfraz.
Luis Acosta
Dibujante radicado en Rafaela. Los recuerdos narrados y su foto
tuvieron lugar hacia 1976-1977, en Paraná, Entre Ríos.