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Bate Cabelo

Foto: mi hermana, mitad de mi hermano y yo. Algún Mayo de los
’90. Mirada Maricona.
Codiciaba su incipiente pelo, finito, lacio y suave. Mamá quería
que lo tuviera bien largo, pero era muy frágil, entonces, le hacía
masajes capilares para que le creciera fuerte y baños de crema para
que sea brilloso. Yo en cambio, por ese tiempo, tuve un entredicho
con una tijera autodidacta que me dejó sin flequillo. La única
solución que encontraron las matronas fue raparme la cabeza, con
la misma tijera; luego, inevitablemente, tuvieron que pagar a un
profesional para que terminara el trabajo. Que agonía más larga.
El primer día de clases sin pelo fue atroz. No tenía cáncer, o sea,
no podía decir con aires de drama interesante: ¡la quimio, la maldita
quimio! como lo hacía mi Seño de catecismo. ¡No! Sencillamente
era un desafortunado varón. Tampoco era feminista, o sea, con
ocho años no tuve muchas posibilidades de resignificar aquella
falta de pelo. En mis realidades paralelas recurrí a los turbantes
de fundas de almohadas, toallas o cualquier otro tipo de prótesis
capilar que tuviera a mano. ¡Que pelucones que me armaba! Sin
embargo, y por sobre todo, el cabello de mi pequeña hermana, su
cabello –de verdad–, se convirtió en mi vergel. Rogaba, suplicaba,
casi llorando en ocasiones, que me dejara peinarla, cepillarle,
acariciarle el pelo, atarle colitas, desatarlas, hacerle trenzas,
esperar que se le formaran las onditas, darle volumen, metiendo

los deditos entre los cabellos y sacudiéndolos ligeramente, esa
técnica que tantas veces le vi hacer al peluquero. Todo esto siempre
a escondidas. Los peluqueros nunca tuvieron closet, por tanto
nadie quería hijos peluqueros.

Muy lejos de nuestra relación de hoy: de amigas y compañeras
compinches, con nuestros períodos sincronizados y la mar en
coche. Mi hermana era por aquel entonces el bastión de la norma;
si no lo sabía, al menos intuía que la ilegalidad de peinarla costaba
caro. Y que con un solo grito ella podía poner en jaque el débil
equilibrio familiar. Solía poner excusas: que le tiraba, que le dolía,
que tenía que jugar con sus muñecas (¡que formaban parte de las
mismas negociaciones ilícitas!). Sabía cuál podía ser la reacción
de mamá si se enteraba que la estaba peinando –un día, cuchillo
en mano, me amenazó con cortarme el pito–. Nunca en mi vida
me endeudé de tantos favores y promesas... que estoy seguro que
nunca pagué. Pero nuestras penas siempre fueron valiosas. En
fin, así se forjó esta amistad, de mujer a mujer: entre envidia,
ilegalidad, riesgo y goce. Mi recuerdo fundante de la infancia
marica, mi placer retrospectivo, peinar su pelo –de verdad–.

 

​

Gastón Casabella / Mónica Pollensa / Kika
Marica, gorda, hermana y amiga de Vicky, activista romántica, puta,
loca, bizarra, estudiante de cosas, actor, clown, casada s/hijxs.
Nací por elección en Alta Gracia, Córdoba.

 

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