Pañuelos de seda
Cualquier intento de narración de nuestras frágiles infancias
tiene como referencia ineludible la mención a los medios de
comunicación: a novelas, a programas de televisión, a series,
a dibujitos, a video clips. Nuestros eros comenzaron a elevar
temperatura con el fulgor del audiovisual en el país. Por ello tal
vez, el pasado 25 de mayo, mientras algunos celebraban el día
de la patria, muchos y muchas celebrábamos la transmisión,
excepcionalmente y sólo por ese día, de Magic Kids, el primer
canal infantil de la Argentina. Ese día volvimos a encontrarnos con
los dibujitos de nuestras infancias y a reconocernos en ellos, en
las cotidianidades domésticas donde los veíamos y en las escenas
vivenciales que auguraban.
Nací en los ’80 en Jujuy y presencié la novedad de la televisión
en los hogares y el pasaje del blanco y negro a la televisión a color
(Sí, tuve un televisor en blanco y negro el que luego, cuando
tuvimos uno en color, mi viejo nos cedió para el uso exclusivo
del Family Game). Crecí mirando la televisión, como una forma
de entretenimiento, como una forma de aprendizaje (por eso tal
vez ahora, ya de grande, haya estudiado comunicación y sea de
mi interés la reflexión por las pedagogías sentimentales que se
tramitan a través de tales programas).
En este contexto, la invitación a rememorar nuestras infancias
mariconas me recuerda junto a mi vieja, mirando programas
tales como Dinastía, Falcon Crest, Celeste Siempre Celeste, entre
otros. Estos Corín Tellado audiovisuales eran el laboratorio de
experimentación afectiva subliminal que organizaba eróticamente
nuestros cuerpos. Tanto entretenimiento como aprendizaje, la
televisión también me educó sentimentalmente.
Prueba de ello es la experiencia reciente, ya de grande, de
recorrer el Instituto Garrigós en La Paternal (CABA), hogar de
los Niños Espósito y luego centro de menores, gran edificio de
estructura panóptica donde se grabó La Extraña Dama. Asistí allí
por unas capacitaciones laborales, y el reconocer su estructura
implicó toda una movilización corporal, una confirmación de
lo que había mamado de la televisión. Allí estaba yo, paseando
en el convento Gina Falcone / Sor Piedad (interpretada por la
memorable Luisa Kuliok), recorriendo esos pasillos, actualizando
la historia vital de esa novela. Esta experiencia fue un indicio –uno
más– acerca de lo que esos programas hicieron conmigo: de las
imaginaciones que abrían, de las potencialidades que generaban.
De mujeres como protagonistas también podríamos recordar
la miniserie Stephanie Harper: La vengadora que transmitió Canal
9 cuando todavía tenía como logo una palomina, hacia fines de
los ’80. Le pregunté a mi hermano, dos años mayor que yo y
también televidente junto a mi vieja, si recordaba haberla visto.
Y me respondió vía whatsapp: “See... Qué marica no se siente
identificada con Tara Welles (la protagonista)… La venganza
hecha mujer”. Punto de coincidencia entre ambos: a los dos nos
habían afectado sentimentalmente esos contenidos audiovisuales.
Es así que nuestras infancias están ligadas a otras formas de
ser mujer que llegaban con la televisión, mujeres empoderadas
como She-ra, que aunque no perdían lo femenino habilitaban
un proto-feminismo infante. Y con ellas, precarias formas de
identificación que abrían imaginaciones, escenas que repercutían
en la cotidianidad.
Y allí yo, un televidente más, que jugando con los cilindros –
prototipo de juguete constructivo de varones, como los ladrillos
Rasti–, construía figuras humanoides a las que les añadía una
capa, como la de She-ra, con un pequeño retazo de seda robado
a mi vieja. Un modo de jugar que conjugaba lo que aprendía de
la televisión con lo que podía construir a partir de los materiales
dados.
Esa pequeña capa de seda era un punto de fuga entre los
juguetes de varones que, vía la televisión, abría la posibilidad de
imaginar otros mundos posibles. Otros mundos que a veces se
hacían más reales, como cuando mi vieja nos llevaba de visita
a casa de mis primas y con ellas jugábamos a los superhéroes y
vestíamos como capas los pañuelos de seda de mis tías (a los que
ellas sí tenían acceso y compartían conmigo). Elegir el color y
anudarlo a mi cuello era un pequeño momento de disfrute, con
las primas-amigas-sororales, de pensar que yo tenía el poder: que
podía lucir esa prenda colorida de seda sin ser reprendido por
ello y de tener súper poderes.
Reflujo de tanta patria geek audiovisual, volver a revisitar esas
escenas, sea a través del Magic Kids, sea a través de juguetes,
constituye un desafío difícil para muchos de nosotres. Tal vez
porque requiera un esfuerzo mayor el re-armar con pequeños
retazos de recuerdos esas memorias, entre programas y series,
entre pañuelos de seda y juegos y juguetes, y reconocer en ellos
nuestros momentos de disfrutes. Tal vez la dificultad provenga
de que aquello que era nuestro disfrute era “cosa de nenas” y, por
tanto, prohibido y consecuentemente clandestino. Como sea, tal
vez nuestro súper poder ahora sea ése: desatarnos los nudos en la
garganta, contar nuestras memorias fragmentarias, revisitarnos
en colores y contar que aunque quisieron negarnos algunas cosas
por ser “nenes” fuimos felices por momentos luciendo coloridas
capas. Sólo así, como nuestras propias super-heroínas y dando
vueltas como la Mujer Maravilla, podremos alcanzar la osadía
de protagonizar por fin ese papel que bien aprendimos de la
televisión: el de las vengadoras.
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Gonzalo Federico Zubia
Lector empedernido, escribiente casual, paseador de ciudades.
Tiene un par de medias rosadas que combina con unas zapatillas
a cuadritos. Contacto: gfzubia@hotmail.com