Layo, Yocasta y el niño-mascota
La maestra jardinera de Edipo está alarmada. Cuando el niño
dibuja a su familia, aparece la mamá, la hermana, el niño y… ¿Y
papá? Layo está ausente; seguramente porque labura sobre un auto,
por las rutas de la pampa gringa, vendiendo cables y lamparitas
la mitad más uno de los días de la semana. En su pequeño reino,
Yocasta, la madre-víctima, gobierna a fuerza de mimos, guisos
y embustes. Vaya a saber por qué despecho, la reina de la casa
le cuenta al niño que su padre-ausente no supo amarlo al inicio
de la tragedia. Otra hermanita-muerta, cual mal presagio, pesaba
como una sombra sobre el futuro reproductivo de la pareja. Desde
allí, desde ese relato avieso, Edipo empieza a tejer alguna suerte
de abandono que se prolongaría hasta muy tarde. Por aquellos
años, en esa intemperie, la del afecto paterno, se fragua una putez
incipiente que encuentra un primer objeto de amatoria fascinación
en el chongo volador, proverbial y hegemónico, al que sólo vence
la kriptonita.
Cuando la maestra advierte a Yocasta de la ausencia paterna
en los dibujos del pequeño, se decide que Edipo concurra a su
primera psicóloga. Allí, en esas tardecitas terapéuticas, el niño
dibuja, dibuja, dibuja (sabe Ganesha qué cosas quedarían en el
papel…). Superman, con sus ojos claros y su mallita ajustada,
puebla la fantasía de aquella mariquita solitaria. No sabemos qué
habrá escuchado la psicóloga; menos aún lo que habrá advertido.
O porque era torpe, o porque era demasiado lúcida, la terapeuta
termina tranquilizando a la pareja real. La identificación masculina
del niño estaba asegurada: en las fornidas espaldas del superhéroe
descansaba su incierta virilidad.
Pese al dictamen, la pitonisa freudiana sentencia que Layo
deberá prestar mayor atención al niño marica. Aunque inocente
de los infundios de Yocasta, el rey-ausente tendrá que proveerlo
de más tiempo, de más cuidado, de más hombría. Todo sea para
asegurar que, pese a las apariencias, el pequeño hombrecito no se
vea malogrado. Así, entre otras anécdotas desventuradas, Edipo
deviene niño-mascota. Vestida como Layo, ambos de punta en
blanco, en algún olvidable certamen de bochas, la mariquita
interpreta, apenas por un rato, el improbable papel de varoncito.
Pegadita a su padre, con su pose incómoda y su sonrisa forzada,
está allí sin estarlo, con la cabeza en las nubes, aguardando la hora
de vencer a la Esfinge y volver a los brazos seguros de Superman.
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Eduardo Mattio
Puto feminista; docente e investigador en la Universidad Nacional
de Córdoba; le encanta la literatura argentina y el porno gay
mainstream.
E-mail: eduardomattio@gmail.com