Rev(b)elado
Le pusieron Cutral Có y es una comarca que se creó a partir de
la industria petrolera; significa agua de fuego en lengua Mapuce
(paradójicamente). El manjar extractivista atraviesa al pueblo, la
cultura, la economía y, por supuesto, atravesó mi infancia.
Primer hijo de la cruza de un porteño y mi madre; el sueldo de
petrolero les permitió empezar a pagar un departamento en un
barrio residencial, con nombre y todo, pero que, con la debacle
económica de los ochenta, se entregó para viviendas sociales.
Entonces llegaron los baigorria, los llancaman, el moqui, el caño,
el chula, el pocholi, el tananao, las mellis; y como la negrada no
tiene próceres siempre le dijimos las 500.
Teníamos muchos juegos, muchos tenían que ver con golpearnos.
Yo había quedado con algunos miedos después que un pelotazo
del profesor de básquet me quebrara el dedo. Entonces, algunas
veces me divertía y cuando no, me refugiaba en excusas porque
hasta las nenas jugaban.
Me habían regalado unas franciscanas, me parecían finas y
tenían la misma hebilla que los zapatos más lindos de mamá.
Aún me recuerdo bajando corriendo la escalera gris del edificio,
pero con cuidado de no ensuciarlas… me dirijo a un recoveco,
una plaza árida minúscula improvisada por quien torpemente
imaginó los bloques de cemento sin parques para soñar; allí se
junta la tierra y las hojas de los árboles y nunca pasa nadie. Ni
el peor viento impide que con mis sandalias me sienta, durante
horas, una especie de Blancanieves solitaria, invento canciones,
aprieto los párpados, concentrado, esperando que al abrirlos el
ocre del paisaje se cambie por verde, y así lleguen los conejos, los
ciervos y los pájaros que Disney me había revelado la primera vez
que fui al cine.
Jugábamos al regimiento, a los autitos piluqui y apostábamos
colillas de puchos, que atesorábamos en nichos de gas devenidos
en cajas fuertes. Otros juegos, como cachurra y el chipote, fueron
inventados por nosotrxs, producto de la carencia de cable, clubes
y juguetes.
Todxs teníamos un contrincante para las piñas. A mí me había
tocado Franco, por tener la misma edad. Él siempre supo que yo
no quería saber nada con pegarnos y de mi miedo; entonces cada
vez que nos empujaban al cuadrilátero hacíamos como que, una
especie de ficción cómplice. Se armaba espontáneamente el ring,
porque los más grandes agitaban y generaban la bronca: “éste te
dijo maricón”, “éste dice que tenés voz de mujer”, “éste dijo que tu
mamá es puta”… Y todos armaban la ronda. Una vez, en la emoción
de la pelea, quise sentir qué era pegar en serio y le pegué en la
nariz a mi enemigo. Con la sangre entre sus mocos con arena, me
miraba como a un traicionero, él siempre me podía haber cagado
a palos –tal como se decía–, y lloró… Las ovaciones para mí y las
burlas para él se hicieron una canción triste que suena cada vez
que lo recuerdo en el piso, limpiándose la cara con el puño de su
jogging percudido.
Torpe, atolondrado, gordito y afeminado. No importaba en
qué lugar de las 500, cualquier golpe, caída, burla, hacían que las
lágrimas y el grito de “mamááá” atravesaran maratónicamente las
venas del barrio y retumbaran en las entradas de los departamentos
–que por ese entonces tenían vidrios y porteros eléctricos–.
“Santiiiiii”, la escuchaba desde el balcón de casa, delgada,
joven, los ochenta habían hecho rulos en su cabello lacio; y con
ese agudito, que ahora eriza mi piel adulta, me llamaba cuando
ya estaba la mesa puesta para las cuatro. “¡Ayyy! Santiiiiii”, más
agudito y riéndose, repetían como eco los pibes y algunos padres,
para recordarme cuán incorrectas eran mis formas.
Seguro mi padre quiso inmortalizar lo que para él fue un
acercamiento o, mejor, un intento, a través de una foto que años
después encontré. Estábamos en el estadio de Alianza, ni a mí
ni a él nos gusta el fútbol, pero, en esa tribuna, él me abrazó
contento mientras yo, sin comisuras ni sonrisa, miraba la cámara.
En esos ojos chinitos de solo seis años de mundo, ahora empiezo
a ver la desilusión, la distancia y las preguntas que después me
frecuentaron acerca de la relación con mi papá.
Recibí la noticia en el playón donde estacionaban quienes podían
comprarse un coche: había llegado la televisión. Corrí hasta casa
gritando y saltando. “Calmate un poco”, me decía él, “Dejalo Juan
Carlos”, decía ella. Ese diálogo estaba tan presente como los piojos
en verano. Comencé a hibernar todas las estaciones, sentado frente
a la pantalla oblicua. Recibía como golosinas las nuevas palabras,
grafías, prácticas y estilismos que la escueta programación me
ofrecía. Así, en tiempos de siesta con las sábanas de dos plazas,
que cuidadosamente sacaba de la habitación matrimonial,
montaba sets en mi cuarto. Vestidos estrechos en la cintura con
caída y colas imposibles me arropaban. Mientras abría los telones
de la cucheta, un imaginario Leonardo Simmons me presentaba
desde la otra cama: “Su nombre es Santi… su valor: la alegría… su
canción favorita: señor semáforo… su hobby: ir al supermercado
con mamá”. Mientras, yo caminaba delicadamente para que no se
me caiga el strapless.
Revelo con palabras mi infancia en Cutral-Có y también se
rev(b)elan otras fotos con el mismo paisaje… una color gris humo
de caucho, es La Pueblada que le hace bardo y piquetes a mis
deseos; la otra es una pasajera de arena que me invita a yirar por
las letras… Macky Corbalán.
​
​
Santiago Velardez
San Tino, Cutral–Có. Nací en Cutral–Có, yiré por Fisque Menuco
y muchos años en Neuquén. Ahora intento clavar los tacos en
Capital Federal.
Contacto: santiagovelardez@hotmail.com