¿Qué necesitas, nena?
Nací un 25 de Octubre de 1963 en la ciudad de Santa Fe. La más
chica de cuatro hermanas. Obvio, eso pensaba yo. Para mi entorno
familiar era el varoncito, el que iba a continuar el apellido. Mi
madre desde un principio me sobreprotegió, quizás presintiendo
que no iba a ser fácil mi vida. Mis hermanas me querían y era, hasta
para la más grande, su “bebé”. Pero había algo que no coincidía
dentro de mí. ¿Por qué me gustaba jugar con las nenas? ¿Por
qué me atraían los nenes y no las nenas? ¿Por qué esa necesidad
inmensa de envidiarle la ropa a mis hermanas? ¿Qué era lo que
pasaba dentro mío y que no veía en los demás?
Recuerdo las murguitas de la cuadra, que se armaban en
carnaval. Recuerdo patente uno de esos carnavales donde una
señora preguntó: “¿De qué está disfrazada esta nena?” Y mis
hermanas contestaron: “Es nuestro hermanito”. Era muy común
ir a hacer un mandado y que me preguntaran: “¿Qué necesitás,
nena?”. Y a mí me encantaba, aunque por ahí había alguien que
le aclaraba a la almacenera “es un nene” y se cruzaban entre ellas
una mirada. En ese momento yo no la entendía.
En la escuela mis compañeritos me querían, quizás se habían
acostumbrados a lo femenina que era, quizás las explicaciones de
sus madres eran “está criado entre mujeres, es fino”, quién sabe.
Pero no creo que hayan dado demasiadas explicaciones, era una
época en la cual de eso no se hablaba. En Educación Física era
cuando se marcaba la diferencia: una escuela para varones en
donde se hacía futbol me descolocaba siempre, era la última en
elegir para los equipos. A medida que iba pasando de grado, la
diferencia se notaba más y los compañeritos más grandes, según
mis reacciones, empezaron con el “mariquita”. Ahí empecé a
sentir que realmente existía una diferencia y que me la estaban
marcando. Recuerdo que una vez fue una maestra a mi casa y
escuché que daba su concepto sobre mi aprendizaje. Todo estaba
bien, pero hubo una frase que me quedó, que no me la olvido: “es
muy afeminado”. En ese momento también iba a nadar a un club
y, cuando nos cambiábamos, me daba vergüenza que me vieran.
Y otra vez la misma palabra: “maricón”. También con gestos
reproducían mis reacciones. No recuerdo en la escuela o el club
escuchar que retaran a alguien por decirme esas cosas, o quizás lo
hacían y no me enteraba.
Vivía en mi mundo. Tímida, introvertida, silenciosa, con
miedos, llena de preguntas sin respuestas, jugando a la siesta,
sola en el patio, con un toallón en la cabeza y, si no estaban mis
hermanas, poniéndome su ropa, afeitándome las piernas para
copiar lo que ellas hacían en verano, aunque yo todavía no tenía
vellos. Siempre sola. A veces jugaba con mis amiguitas que eran
vecinas; para ellas generalmente estaba todo bien. Pero no lo
estaba, y me daba cuenta, cuando intentaban mandarme a jugar
con los nenes. La niñez tiene esa parte andrógina, por eso eran
perdonados, por lo general, mis comportamientos. Seguramente
algo de esto hablaban los adultos, de hecho, en las murguitas ya
no me vestían más con la ropa de mis hermanas.
El colegio al que fui, un poco me contuvo, ya que estaba
administrado por la Iglesia. Cantaba con el coro de niñxs, me
la pasaba ahí, jugando por el patio de la casa parroquial, quizá
esperando un milagro. En ese momento así lo creía. Ir a la escuela
mucho no me gustaba. Mi guardapolvo iba con cinto, yo sentía
que era un vestidito. Aunque me aconsejaban que lo dejara más
suelto, en el camino me lo ajustaba.
Ya llegando a la preadolescencia, fue más difícil. Se marcaba,
más y más, la diferencia. Los chicos con los que había crecido
ya no se juntaban más conmigo. Ir a gimnasia era un suplicio,
constantemente había un “¡mariquita!” o gestos de burla que
hacían que cada día me encerrara más y directamente dejara de
ir al club. Es que allí había desconocidos que eran más hirientes
con su comportamiento hacia mi persona, burlándose, riéndose.
En casa mi padre no quería que me sigan cortando el cabello con
flequillo y me mandaban al peluquero Vergara, de apellido, el cual
me desfiguraba con su navaja. Siempre la misma historia. Volvía
y a la cama a llorar. ¿Por qué no podía tener el cabello largo? A
pesar de todo, gracias al gran amor de mi madre, mi infancia pasó
sin tantas heridas. Creo que el amor curaba todo. Lo peor fue la
adolescencia. Mucho dolor... mucho.
Noelia Trujillo
Mujer trans, administrativa en la Municipalidad de Santa Fe.
Militante independiente. También conocida como Noly, un
sobrenombre que adopté de mi familia y me ayudaba a sobrellevar
el nombre de varón que me habían impuesto. Vivo en Santa Fe
con mis dos gatitos, Gringo y Esteban. Los hechos aquí contados
sucedieron entre mediados de los sesenta y los setenta.