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Un escape, un fetiche, un  año de amor.

Cuando yo era chico me sabía ir al local de mis tías, que en ese
momento tenían una perfumería en el barrio del frente. Ellas
siempre, desde mi nacimiento, supieron que yo era un chico
muy… muy feliz, que era gay. Cuando estaba cerrado el negocio,
yo iba y en la parte de atrás empezaba la producción: ellas me
maquillaban, me pintaban, me ponían los collares que tenían,
pero porque yo quería, me divertía muchísimo haciendo eso.
Me acuerdo que había un espejo grande, divino. Como no tenía
peluca me ponía una remera en la cabeza, me la pasaba por atrás
de las orejas y ese era mi pelo, y entonces salía y mariconeaba
dando vueltas por todo el local. Mariconear era lo más divertido.
Tenía un escape ahí, podía jugar a ser una nena, siendo que, hoy
por hoy, me gusta ser hombre, pero en ese momento era lo que
más me gustaba, lo que más me divertía, era poder jugar a eso;
creo que tenía cinco o seis añitos. Todos nos reíamos, ellas y yo.
Después, ese juego lo trasladé a mi casa, donde nadie sabía. Una
vuelta, mi viejo me encontró con unas botas de mi mamá puestas,
me pegó una cagada total pensando que tal vez se me iba a ir lo
gay, pero creo que lo que hizo fue aumentármelo.
Otra cosa muy intensa que recuerdo de la misma época es mi
primer día del jardín: todas las nenas, en una fila, tomadas de
las manos y todos los nenes de la mano, en otra. Yo ahí ya les
miraba con mucha curiosidad las piernas, las manos, los dedos

a los nenes. Me encantaba tener que formar la filita para poder
agarrarle las manos a mis compañeros. Ya a esa edad sabía que
no se podía andar de la mano porque sí con otro nene. Pero la
fila era el momento en que podía disfrutar de un contacto físico,
sin pensar en algo sexual. Yo no sabía lo que era el sexo, pero
tomarnos de las manos era muy intenso, me sentía muy bien con
eso y con mirarlo más todavía.
Este fetiche por las manos de los tipos y por mirar a escondidas
(porque soy re mirón), me acompañó a lo largo de mi vida, pero
no tomé consciencia hasta mucho después. Estaba terminando
séptimo grado, habré tenido unos 12 o 13, y nos cambiábamos
de colegio para hacer el secundario, de uno religioso, el Espíritu
Santo, pasé al liceo militar. No sé por qué quise ir al liceo, tal vez
porque carecía de personalidad y porque seguía a los nerds y no a
los populares. Entre los compañeros que habíamos compartido la
primaria estaba Carlitos; nos conocíamos pero no teníamos una
gran amistad, nos hicimos amigos allí, en Liceo Militar. Él empezó
a venir a mi casa. Salíamos del barrio e íbamos al shopping juntos,
a caminar, compartíamos tiempo de calidad como amigos, lindos
momentos, todo el día juntos. Hasta que una noche se quedó a
dormir en mi casa y empezamos a hablar de quién se hacía la
paja, quién no, charlas de chicos curiosos de 12 años, hasta que
de repente me propone que yo le haga una paja a él y él a mí. Yo
quedé perplejo porque intuí algo que para el final de esta historia
confirmé y es que me había enamorado de él, que lo deseaba.
Sentí que todas mis fantasías se cumplían al mismo tiempo que
las descubría.
Y así empezó una aventura de un año entero de encamarnos.
Y nos conectamos. Todos en el cole nos miraban raro porque nos
entendíamos sin hablarnos, sin decir nada. Lo curioso es que no
nos dábamos besos, ni siquiera surgía de mí eso. Mi miedo era
que si le pedía o le robaba un beso, el me dijera que no y todo
se terminara; tenía un miedo terrible de perderlo porque era
perfecto, era hermoso. Su cuerpo, la complicidad, me encantaban.
Ahí me di cuenta concretamente de que me gustaban los pies y
las manos de los guasos. Él era un chico de campo, trabajaba en

un vivero, todavía trabaja en eso. Eso me daba mucho morbo.
Recuerdo un día en que nos estábamos bañando desnudos en una
represa cerca de su casa y le dieron ganas de cagar, y salió del agua
y cagó delante mio. A mucha gente le puede parecer vulgar, pero
para mí era conocerlo entero, era no tener vergüenza. Muy loco
todo. Íbamos a fiestas americanas, nos chapábamos con chicas
re inocentes, y volvíamos a dormir a mi casa y nos revolcábamos
juntos. En la casa de él no tanto porque sus padres estaban más
duchos. Me acuerdo que él tenía una casa rodante y le dijo a la
madre que quería dormir conmigo solos ahí y la madre lo cagó a
pedos y le dijo que no. El insistió mucho, muchísimo esa noche y
yo me daba cuenta de sus ganas de dormir solo conmigo. Todos se
daban cuenta. Terminó el año y decidí dejar el liceo, él también.
Cada uno siguió por su lado. Recuerdo que lo llamé para que nos
juntáramos y se disculpó con cierta aflicción, con una voz muy
rara, como pidiendo disculpas, pero me dijo que no y yo entendí
que ese “no” era no vernos más.
Y no lo vi más. No lo vi nunca más. Lo extrañaba tanto; me
costó mucho despegarme de su cuerpo, de su boca, de su forma
de reír. Realmente lo extrañé y me costó muchísimo superar esa
separación y, sin saber por qué, no lo compartí nunca con nadie.
La incertidumbre. ¿Qué éramos? ¿Novios? ¿Amigos? ¿Qué pasó?
Pasaron los años. Y en algún momento nos juntamos todos los
compañeros del colegio y lo vi: cambiado, deteriorado, no sé… pero
me presentó a su novia y ella me dijo: ¿Así que vos sos el famoso
Lucas? Carlitos siempre habla de vos. Ella me dio la respuesta que
tanto buscaba, el mejor regalo. Carlitos fue mi primer amor.

 

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Lucas Echeverría, de barrio Parque Liceo 2da Sección, Córdoba. Peluquero, amante de los superhéroes y los videojuegos, le encanta ponerse botas de taco aguja para jugar a la WII y ganarles a todos haciendo coreografías.

 

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