El postrecito
No recuerdo cuántos años tengo en esta foto, pero sí sé que se
trata de mi cumpleaños. Es un registro de las pocas veces que lo
festejé. Recuerdo con muchísima precisión el contexto en el que
fue tomada esta fotografía. Por ese entonces, mi papá trabajaba 9
horas por día en un supermercado a cuatro cuadras de nuestra casa.
Ese día fue particular porque llegó para el almuerzo y, en lugar
de dormir un ratito de siesta, eligió quedarse despierto para pasar
algunas horas del cumpleaños conmigo antes de volver al trabajo.
En algún sentido eso fue importante para mí, jamás pasábamos
tiempo juntos y, prácticamente, ni nos hablábamos. En realidad,
yo casi no hablaba con nadie. Aunque pensándolo con un poco de
distancia, puede ser que ese deseo novedoso haya sido impulsado
por el reciente “diagnóstico” que había recibido sólo unos días
antes, de parte de mi psicóloga, a quien me encomendaron de
pequeño a causa de ciertas dificultades emocionales, pero sobre
todo por una profunda soledad de la que no podía salir. Recuerdo
aquella tarde con particularidad. Volvíamos a casa andando en
bici con mamá, y me animé a preguntarle por qué había llorado en
la entrevista con mi psicóloga y, particularmente, por qué estaba
tan enojada u ofendida. El semáforo se puso en rojo, estábamos
en una de mis esquinas favoritas del pueblo: la fiambrería cuyo
cartel publicitario tenía la forma de un queso gigante donde unos
ratoncitos trataban de cortarlo, para poder robárselo por partes.
Mi vieja me miró y, junto a una suspensión inusual de su ternura,
me dijo: “Es que dice que si no pasas tiempo con tu papá vas a salir
puto. Eso me dijo”. No entendí nada. Pero el aire quedo afilado
por la irrupción veloz de una extrañeza cargada de vergüenza.
¿Qué significaba esa palabra? ¿Era la razón por la que fallaba una
y otra vez? Semáforo verde y nos pusimos a andar otra vez en
dirección a casa, donde por lo general mis únicas preocupaciones
eran comer y jugar con mi perro.
Esta foto es de esa época, cuando mi cuerpo, mi forma de hablar,
la fragilidad de mi voz, fueron reconocidas como una amenaza por
venir, que ponía triste a mamá y que había preocupado tanto a mi
viejo, que ahora tenía ganas de pasar el cumple conmigo. Decía
que recuerdo ese cumpleaños, y el momento exacto de esta foto
también. Mi viejo pensó que podía ser divertido jugar al rugby
en el baldío que estaba frente a mi casa. Organizó los equipos,
por supuesto yo quedé último, incluso en mi propio cumpleaños.
Pero es que me daba miedo. Me atemorizaba tocar a otros pibes.
Me ponía ansioso que me tocaran, que me empujaran, que me
lastimaran. Me angustiaba y me excitaba la energía violenta de
esa diversión que no entendía, que no tenía que ver con la textura
de mi mundo, pero me imantaba. Esta foto es de ese momento.
El momento en el que preferí entrar a mi casa, después de
haberme quedado sentado mirando todo de lejos. El momento
en que preferí quedarme comiendo con una alegría profunda y
emancipadora, como si fuera un regalo sin repetición a esa boca
golosa.
Pero no se equivoquen, no fui gordo porque fui maricón. En
mi historia esa distinción patologizante de causa-consecuencia es
imposible. Porque de la misma manera que me fui enterando que
el deseo de mi cuerpo cargaba con esa marca social, esa forma
impugnatoria de identificar negativamente algo que para mí era
afirmación, naturaleza y fantasía erótica, nunca vino eximido de
otros modos de articulación injuriosa de la extensión de mi cuerpo,
de sus formas redondas, de mis deseos de comer y sentirme bien.
Insisto, comer para mí no era una manera de tramitar la ansiedad
que se proyectaba sobre la diferencia de mi cuerpo, la delicadeza
de mi andar, o la fragilidad de mi voz de mariconcito. Comer
para mí era un regalo de satisfacción enorme, era ese momento de
alegría, diversión e ingenuidad. Ese momento de juego en el que
me sentía agraciado, agradecido, cuidado. Además, comer para
nosotrxs en ese momento era un lujo.
Esta foto me gusta por eso, porque enlaza dos formas de
nombrar un cuerpo, difíciles de separar, que hasta el día de hoy
me acompañan y se volvieron constitutivas del relato político de
mi vida. Gordo maricón, gordo trolo, gordo comilón, gordo puto.
Dos aullidos, un solo cuerpo. Dos oportunidades singulares de
habitar el fracaso de una trayectoria de género violentamente
asignada. Dos piedras que irrumpen en el curso somnoliento
de un río olvidado. Dos diferencias con efectos singularizantes
que me resguardaron de colaborar con rituales de sociabilidad y
afirmación que no tenían que ver con la pulsante lengua de mi
deseo. Dos tickets de salida de un mundo aburrido y precodificado.
Dos formas de un mismo descalce en el curso abominable de la
magra heterosexualidad. Dos formas de aparición de la alegría.
Dos pliegues sudorosos de una piel morena encendida.
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Nicolas Cuello.
(1989 - Rio Negro) activista e investigador.