Desde chiquito se le notaba
“Y sí, ya desde chiquito se le notaba”, le dijo una señora a mi madre
cuando, ante su curiosidad por saber si yo tenía novia, le contestó
que no, que yo estaba soltero pero que igualmente era gay. Con
mamá nunca hubo problemas con mi identidad ni mi mariconería;
es más, hasta creo que impulsaba mi devenir mariconcito desde
muy pequeño. Durante mi infancia, ella trabajaba como madre
y ama de casa, de vez en cuando en un taller de costura, o hacía
cualquier changa que no requiriese tener título secundario, pero
generalmente pasaba mucho tiempo en casa y todas las mañanas
salíamos en la moto a hacer los mandados y a jugar a la quiniela, por
lo que estábamos mucho tiempo juntas. “Yo le decía a tu madre, que
se te separe un poco porque si no ibas a salir y no me equivoqué”,
dijo mi tía cuando, en una charla, ante su constante curiosidad
por saber si me gustaba alguna chica, le contesté que era puto y
que me gustaban los chicos. Mamá no tenía problemas con que mi
hermana y yo jugáramos a aquellos juegos culturalmente asociados
a las mujeres como “ser secretarias”, ponerse almohadones debajo
de la remera y simular estar embarazadas, maquillarnos, que yo
me colocara toallas en la cabeza para hacer de cuenta que tenía
el pelo largo, o que me pusiera a armar la casa de las muñecas
de mi hermana y dejara de lado la estación de servicio con los
cochecitos que me había regalado un tío; hasta recuerdo que se
recorrió todo el pueblo buscando un esmalte negro ante mi deseo
de empezar a pintarme las uñas con ese color. Digamos que si mi
tía tuvo razón, le agradezco a mi madre por haber “salido gay”.
Con la mostra madre de la familia, mi abuela paterna, tenía
un profundo enamoramiento. A ella le encantaban las plantas,
por lo que cada vez que iba a visitarla me transmitía nuevos
conocimientos sobre botánica y yo me la pasaba con las manos
en la tierra, plantando y trasplantándole lo que me iba diciendo.
Malvones, hiedras, rosas rococó, azucenas, potus, poto, puto. Era
la cortinera del pueblo y una gran costurera, por lo que irme a
esconder al galpón y usar retazos de telas para hacerme polleras y
vestidos improvisados era algo frecuente mientras ella trabajaba
en su máquina de coser. Que esto lo hiciera en el galpón era
necesario y estratégico para que ella no me viera; la vieja era una
fiel consumidora de la Legrand y muy estructurada en cuanto a lo
masculino y lo femenino. Que contradictorio resultaba que no le
molestara que yo supiese los nombres de todas las flores y plantas,
pero le aconsejara a mi madre que no me pusiera a lavar los platos
ni tender las camas porque eran trabajos de mujer.
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Recuerdo que en los clásicos almuerzos de los domingos en casa
de mi abuela, con mi hermana nos encerrábamos en el cuarto y nos
montábamos con sus tapados, le chancleteábamos los tacones, con
los pañuelos de seda me hacía mis regias pelucas, que mi hermana
no necesitaba porque ya tenía el pelo largo, y nos poníamos los
collares, prendedores y esos aros clips dorados con perlas blancas
en el medio. Hasta que un día el ruido del camión nos avisó que
llegaba papá de viaje. Con mi hermana salimos disparadas de la
pieza a recibirlo ya que era tiempo de cosecha y hacía mucho
no lo veíamos. Salimos tan eyectadas por la idea de volver a ver
a papá, que no nos percatamos de que estábamos montadas.
Cuando cruzamos la puerta de entrada y papá nos vió, su cara se
transformó. No hubo tiempo de sonrisas, de saludos, abrazos ni
muestras de afectos, el reencuentro tuvo como característica una
gran cagada a pedos que encontró en mi hermana la destinataria,
por ser ella la que me “estaba disfrazando de mujer”; retos a los
que se sumó mi abuela, que no tenía una buena relación con mi
hermana y aprovechaba cualquier situación para hacerle saber
que no le tenía mucha simpatía. Todo concluyó con la prohibición
de ese juego, y aunque mi hermana, luego de esa experiencia y
sumado a que al ir creciendo fue dejando de jugar conmigo, no
volvió a encerrarse y montarse conmigo, yo lo seguí haciendo.
El paso por la escuela primaria tuvo un peso muy fuerte. Usar
las bolitas para decorar botellas y no para jugar con el resto de los
varoncitos, juntarme con las nenas y no con el grupo de los chicos,
la vocecita finita “de trolo”, la manito quebrada y elegir coleccionar
papeles de carta antes que camisetas de futbol, evidentemente
fueron los motivos para que el puto, el maricón, trolo, trolito y
putarraco –de los que luego aprendí a reapropiarme para construir
mi identidad– salieran de la boca de mis compañerxs como
insultos, sumados a toda una serie de violencias que jodidamente
son tan habituales.
Dos momentos en particular son los que se me hacen muy
presentes por haber reaccionado con violencia física. El primero
sucedió cuando un pibe de un año superior al que yo iba se metió
en el baño y comenzó a putearme y pegarme cachetadas, a lo que
respondí con una patada en los huevos. El otro fue una situación
similar a la que le hice frente escupiéndole el ojo y, aprovechando
el descuido de ese otro pibe, salir corriendo a la dirección a
quejarme. Frente a estas violencias, el gabinete psicopedagógico
de la escuela no tuvo otra forma de enfrentarlas más que
recomendarle a mi madre que me llevara a consultas con algune
psicoanalista, ya que el problema claramente era yo, que no podía
integrarme en el grupo. Luego de la primera consulta, le dije a
mamá que no iba a seguir yendo; la sesión se había centrado en
hacerme saber que mis actitudes no eran las de un chico normal y
que debía acoplarme a los juegos y al grupo de los varones porque
eso es lo que correspondía. Además no tenía que faltar al respeto
a la docencia. El informe que recibió la psicóloga por parte del
gabinete del colegio decía que “ante los llamados de atención
por parte de las autoridades, las respuestas eran negativas y con
actitudes desobedientes”. Mi vieja no tuvo problemas en que no
vaya más; lo gracioso es que hoy en día es la psicóloga con la que
ella hace terapia.
Sin dudas que la posibilidad de superar esas situaciones
para ser quien soy hoy, no puedo pensarla aislada de una serie
de privilegios de los que gocé y del tener una madre que jamás
cercenó mis expresiones, deseos y manifestaciones. Claro que
la memoria no es un privilegio heterosexual y poder hacer esta
retrospectiva de la mariconeria es positivo, no sólo para que
cada una pueda hablar de sí y por sí misma, sino también para
visibilizar esos discursos que violentamente se despliegan sobre
nosotras. Discursos y situaciones que algunas podemos enfrentar
y comenzar a empoderarnos, pero que otras no tienen la misma
posibilidad. El orgullo marica, por mucho que intenten evitarlo,
seguirá emergiendo en donde menos quieran y poniendo en
jaque a esa heterosexualidad deseada, que constantemente deben
reforzar porque tan débil termina siendo, aunque sea en base a
ella que intentan encauzar nuestras conductas.
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Cristian Alberti.
Marica XL y sidosa-seropositiva, aunque muchas veces también
cero positiva. Parafraseando a la tía Susy, yo reivindico mi
derecho… a vivir alegremente mi vida con el bicho, habitar
orgullosa el mismo cuerpo, o como me salga, o como pueda, pero
que otros kioskos enarbolen el discurso de la tristeza infinita y los
cuerpos desapropiados de potencias. Con la misma edad que la
imbécil de la Cirio, soy oriunda de Colón, Bs. As., y, actualmente,
instaladísima en Rosario. Ex troska –y que lindo suena ese ex–
devenida en anarca. Apasionada por el sexo a pelo y el bidetazo,
fan de mi próstata y en ocasiones de la de otrxs, agradecida
enormemente a la medicina que, a través de una amigdalectomía,
me despejó la garganta haciéndola más profunda y más permeable
a la verga. Hija de una obrera textil y portera, que de sexo a pelo
sabe y al menos en 2 ocasiones lo practicó, y de un padre camionero
que bichitos sexuales conoce, pero de ese que te pinta de amarillo.
Estudiante de Licenciatura en Comunicación Social y odiosa de
las instancias en las que tengo que definirme.