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Heidi de la Paternal

Cuenta la leyenda que cuando tenía 2 años de edad, en una reunión
en casa de mis abuelos maternos, ante mi ausencia, mi abuelo fue
hasta su cuarto a ver qué estaba haciendo yo. Desde la puerta
de la habitación, miró hacia el living, donde estaba el resto de la
familia, y expresó un sonoro: ¡Sonamos!
Era yo, que llevaba encima los collares y pulseras de mi abuela
y jugaba con sus maquillajes.
Supongo que fue aquel día el que marcó que mi familia pusiera
manos a la obra para reformar el espíritu femenil de mi criatura.
No hagas eso que es de mujer. No contestes así que te pones como
Bette Davis. No ayudes a lavar los platos. No grites así. No camines
así. No te pares así. No te vistas así. Sacate ese toallón que usas en
la cabeza a modo de pelo largo. Dejá de imitar a Marilyn Monroe.
Salir a jugar por el barrio no era tan diferente a como era en
casa. No faltaban las mateadas donde me tiraban al piso y se
me tiraban todos encima. Ni las peleas de puños para: “Hacerte
hombre porque te queremos”. En 5to grado ingresé a un nuevo
colegio, cambié de barrio: del colegio en Caballito –donde ya
nadie se escandalizaba porque jugara a ser alguno de Los Ángeles
de Charlie, La Mujer Maravilla o La Mujer Biónica, más frecuente
esta última, porque era un personaje alto y bellamente dramático–
al colegio en Paternal, donde una niña del asiento de adelante me
preguntó: “¿Y qué ves en la tele?”. “Heidi”, respondí en mi total

ignorancia de las cuestiones de género. “¡Chicos! ¡¡¡Ve Heidi!!!”,
dijo saltando como resorte del banco. Hasta el día de hoy, 40 años
después, en el barrio soy Heidi.
Había un grupo de compañeritos de 3er grado, ponele,
sobreexcitados con la revista 7 Días, que tenía a una joven Graciela
Alfano en su portada, en bikini. Yo no entendía qué los ponía tan
eufóricos. Para mí eran tarados. Tampoco podía relacionar, en ese
tiempo de mi niñez, que lo que a ellos les pasaba era, sino igual,
algo muy parecido a lo que a mí me pasaba frente a la foto de
Silvestre, un cantante que en aquel tiempo sacó un disco que, en
la foto de portada, lucía un ceñido pantalón plateado con el que
se le marcaba la pija, toda acomodada hacia un costado.
Recuerdo a uno de mis vecinos de la cuadra, no recuerdo su
nombre, era un poquito más grande que yo, que debía tener once,
y él doce. Lo veo como si estuviese aquí: sentado en el pasto,
con sus piernas abiertas, el bulto asomándole por el costado
del pantaloncito corto, el pene marcado en la tela y un poco de
escroto saliendo por el costado del calzón. Recuerdo el deseo y la
femineidad que despertaba en mi cuerpo.
No camines así, no es de varones
Tenía 17 años, trabajaba en un local que vendía ropa de segunda
selección. Estaba situado en una vieja fábrica textil que, en ese
entonces, se usaba para expedición. Muchas veces tenía que traer
o llevar cosas del sector local a algún sector de la fábrica. Un
día llegué al sector gerencia: “Hemos recibido una nota de los
operarios quejándose por su forma de caminar. Le vamos a pedir
que corrija esa postura”.
Mi compañera del local era una correntina que había bailado
en los carnavales: “Es que no sé cómo haces, pero la manera que
movés hombros y caderas, a veces trato de hacerlo y no entiendo
cómo lo hacés”. “Fácil, linda: escuela Marilyn Monroe”, debí haber
contestado.
Epilogo: después de esa experiencia me fui a hacer un curso
para aprender a caminar a la manera de los hombres.

 

​

Rodrigo Peiretti.

Artivista, buscador de mecanismos de transformación, utópico irreparable, nihilista devenido en andá a saber qué cosa rara entre remador y harto empecinado. CABA, Argentina.

 

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