El local de videojuegos
Le pedí a mi abuela que me acompañara a comprar un cartucho
de videojuego con “mi” plata. No me cansaba de repetir que era
mía. Aunque me la hubieran dado mis padres, un cachito cada
semana, era yo quien se había encargado de juntarla. Todo ese
tiempo que estuve ahorrando me sentí por primera vez un adulto,
pero ahora que ya le había encontrado un destino concreto, volvía
a sentirme un chico. Por eso le pedí el favor a mi abuela, porque
no me animaba a ir solo. Siempre me daba vergüenza entrar en los
negocios y le rogaba a otro que hablara por mí con el vendedor.
Ella no entendía nada de videojuegos y esta vez iba a tener que
hablar yo.
Fuimos a un local en el primer piso de una galería, a uno
de esos locales que están como escondidos. Lo atendían unos
pendejos. Pendejos, pero que eran mucho más grandes que yo:
unos grandulones. Tal vez uno solo fuera el vendedor y los demás
sus compañeros de la secundaria que pasaban las tardes después
de la escuela ahí metidos, no tanto por hacerle la gamba al amigo,
sino para poder jugar a la parva de jueguitos que había en el local.
Me acerqué hasta el mostrador. Mi abuela se quedó un paso atrás.
No llegué a abrir la boca porque uno de los pibes se me adelantó
y me preguntó si estaba buscando el videojuego de la Barbie.
Los demás se rieron aunque no de manera abierta, sino
tapándose mal con una mano. No les importaba mucho disimular.
Yo no quise darme vuelta y tener que enfrentar a mi abuela. Más
que el insulto, me había dolido que lo dijeran delante de ella.
Decidí actuar como si el vendedor hubiese formulado la pregunta
en serio y le respondí que no, que quería el jueguito de Súper
Mario. Noté que los pibes habían dejado de reírse. Me pregunté si
mi abuela tendría algo que ver con el cambio repentino de actitud,
a pesar de que se mantuviera callada. Sabía perfectamente que
ella tenía el poder de coserle la boca a cualquiera. Somos pocos
los que conocemos esa mirada.
No recuerdo si al final compré el cartucho, sólo que abandoné
el local hecho un manojo de nervios. Ni siquiera recuerdo haber
recorrido la galería hacia la salida: aparecí sin escalas en la
vereda, como en los blancos de las borracheras cuando uno cree
teletransportarse. Mi abuela no parecía estar molesta, ni se le
había arruinado el humor.
En aquel momento, me alivió que no habláramos del tema. Hoy
no sé si estoy tan de acuerdo, porque en ese instante sellamos
un pacto tácito que todavía permanece vigente. Aunque también
es cierto que, ante la misma situación, mis padres me hubieran
aconsejado ser menos amanerado, como cuando me anotaron
en un club de fútbol y me llevaban de las orejas, o cuando me
prohibieron que mirara telenovelas. Ellos en el fondo les daban la
razón a esos pibes. Mi abuela no, a pesar de su silencio.
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Cristian Godoy.
Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Nací en 1983. Dormía en el
comedor de un dos ambientes. Como siempre supe que me gustaba
escribir, estudié administración de empresas. Algo me decía que
no se puede vivir de la literatura. Mi departamento actual es
todavía más chico que el de mi infancia.
Contacto: cristiandg83@gmail.com