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Patito

Mi nombre es un chiste de mi viejo sobre un muchacho del
melódico latino, que mi madre decidió alargar indefinidamente.
Cuando se tomó a pecho lo de irse, pataleé hasta lograr que me
compren una tortuga. (Mucho después me dijeron que era un
tortugo, aunque realmente nadie le preguntó). Se hizo como
urgente ir entendiendo el mundo, así que me volví molesto. Pasé
como un año preguntando qué decía cada cartel que me cruzaba,
hasta que pude sentarme con el Atlas Universal Ilustrado y salir
diciendo “Uagadugú” sin romperme una pierna. Con las visitas y
los extraños me presentaba solo: “Me llamo Laureano Ariel López,
tengo cuatro años, voy al jardín Los Enanitos, vivo en Irigoyen
1079”. Llenaba los bolsillos con unas piedras blancas y brillantes
que me encantaban. Nunca vi una en Córdoba.
Muchos veranos los pasé en Huerta Grande, principalmente
juntando flores. Las de colores, claro. A mi primo le parecía
ridículo, o como dijo en su momento: “A mí me gustan las rosas”.
Éramos un re dúo de maricas, aunque ninguno de los dos se daba
cuenta. Mentira, yo un poquito. Un día en cuarto grado, sentado
en el banco, miré al compañerito de al lado y pensé: “Qué lindo”.
Había un libro, El inquieto universo. Yo no entendía nada pero
todo me sonaba re zarpado. Para esquivar los fulbos empecé a
dar sermones más bien místicos sobre el cosmos y eso. Juntaba
un auditorio de tres o cuatro (que por alguna razón se quedaban

sin agarrarme a piñas) y le tiraba unos veinte minutos. También
iba a misa todos los domingos. Me despertaba solo para llegar
temprano, cuando las viejas rezaban el rosario. El sonido de las
viejas rezando me daba como cosquillas. La idea de ser cura me
intrigaba mucho. Me sabía de memoria los textos de la misa. Una
vez asusté a una tía abuela levantando una copa y recitando vaya
a saber qué parte. Yo no quería asustar a nadie, pero la copa era
plateada. Muy decorativa.
Los números me parecían buena gente. Pegaban menos que
los fulbos. Me gustaba armar cosas complicadas y totalmente
inútiles. Las maestras jardineras se preocupaban porque no
salía del rincón de los bloquecitos. Después los reemplacé por
análisis sintáctico. Como a los once, me leí tres manuales de un
saque. Copiaba párrafos de Rubén Darío y los analizaba enteros.
Era muy divertido. Tenía que dejar mucho espacio porque eran
muchas rayas. Una maestra me puso en la libreta: “No se integra a
actividades lúdicas”. Yo no entendía. Todavía no entiendo.
Nadar era buenísimo. Entraba al agua y desaparecía.
Cuando tenía cuatro años a veces tarareaba Margarita de Agosto.
La hacían con el coro donde estaban mis viejos. Me aprendía todos
los temas, pero ese me gustaba más porque tenía muchos dibujitos.
Había agarrado la costumbre de seguir las melodías con un dedo,
dibujando en el aire. También la de balancearme cuando estaba
sentado. Mi abuela me subía a la falda y me cantaba canciones. A
mí me gustaba mucho, sobre todo cuando venía la de “Pajarillo
pajarillo, que vuelas por el mundo entero, llévale esta carta a mi
adorada y dile que por ella muero”. Cuando me cantaba, mi abuela
se balanceaba.
Dicen que una vez en un pasillo me saludó la tana Rinaldi, no
le pude contestar porque no había nacido.

 

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Laureano López.

32 los jueves, música los viernes, ñoña full time, patagónica en desuso.

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