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Devórame otra vez

M. dormía la siesta. En el patio se levantaba un abeto que se veía
desde la escuela. Nunca pegaba el sol demasiado fuerte. Yo jugaba a
que el árbol tremendo era una araucaria y que las ciruelas maduras
eran bombas cayendo en la entrada de la casa. Me asomaba en
silencio por la escalera y comprobaba que arriba todavía miraban
la teleserie brasilera. Caminaba en puntas para que no fueran a
crujir los peldaños. El rey del ganado tendría que perdonarme
la infidelidad porque el encuentro que me esperaba pertenecía
a un goce secreto único. Pocas veces apliqué tal delicadeza. El
corazón tomaba impulso mientras respiraba el vapor ya tibio.
Había algo de culpa –por supuesto–, pero estando tan cerca mi
principal preocupación era sostener el silencio hasta el último
momento. Estando tan cerca, mi principal preocupación era no
perder detalle cuando el líquido comenzara a habitar mi boca, me
quemara apenas y abriera el deseo a una caída libre. Ahí entonces,
me inclinaba sobre la cocina y no daba tregua hasta que la falta de
aire me hiciera reaccionar, detenerme por un instante, mirar a mi
alrededor, constatar que M. siguiera durmiendo la siesta, tomar
la cuchara de nuevo y soltarme al placer de la carne que reposa
en la olla. Estando en soledad el disfrute era doble por no tener
que disimular lo que la comida me generaba. Mi cuerpa gorda se
completaba ahí, cuando no había tiempo para temerle a la pobreza,
a la salud o a las tetas que amagaban con ser enormes algún día y

que yo esperaba, mientras me tocaba la guatita hinchada luego de
tres almuerzos y un secreto, soñando que dentro de mi vientre se
gestaba algo hermoso. Pero todas las tardes, en algún momento,
la teleserie terminaba, la hinchazón bajaba, M. se tomaba un té y
el juego de la maternidad se dispersaba entre Carmen San Diego y
Los hombres X. Mucho no me importaba, aunque nunca alcanzara
el sosiego, pues el gusto a triunfo duraba más que el de la salsa
y la mejor parte pronto llegaba. A la hora de la once, cuando mi
familia chueca se acomodaba toda alrededor de la mesa, yo me
sentía desfilar entre los platos de té, montándome con el pan
con chancho y la leche de vainilla en el momento clave de mi
perfovenganza, mirando a los ojos a cada espectador, buscando
alguna complicidad, pero era imposible. Entonces le pedía a M. que
me cortara un trozo más de queso y oraba a un dios desenfocado
para que la palta alcanzara una ronda más y que nunca dejara
de llenarme desafiante en cualquier mesa. G. decía, mientras se
servía otro tecito, que el problema era que Bachelet era vieja y
guatona; yo lo escuchaba en silencio y se la dejaba pasar con tal
que al otro día, por la mañana, me diera la moneda justa para dos
sopaipillas con mostaza en el negocio del colegio. Nunca lo sentí
como un engaño. Me parecía un trato justo, al igual que cuando
me ponía de rodilla al suelo para que algún varoncito me diera
a cucharadas su guiso de acelga en la sala de clases, al igual que
me escondía para que algún día yo fuese alimento de un pequeño
amor.

​

María Arcadia.

1995. Chilena de a ratos, migranta compulsiva, marica nostálgica
y pisciana autopercibida.Alterna migrañas y carqueja para
sobrellevar la resaca (porque a las heridas se las hizo ella).

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