¿Cuánto cobrás, putito?
Los recuerdos de mi niñez son bastante borrosos por el tiempo que
ha pasado. Si hago un esfuerzo recuerdo, de mis primeros tiempos,
que con mis primas jugábamos a “ser grandes”. Básicamente, eso
era vestirnos como lo hacían mis tías, mis abuelas y mi mamá.
Con vestidos, tacones, turbantes, aretes, pulseras, perfumes
y maquillaje incluido. Todo iba bien, en un principio, pero no
se extendió mucho tiempo. Un nene de cinco años que jugaba
constantemente a ser una mujercita, decían, podría afectarle en
su futuro. Así que después de varios retos e impedimentos, y con
la excusa de que las tías se enojaban al encontrar el placar revuelto
o porque le faltaban cosas de su cartera, dejamos esos juegos para
solo preparar comiditas y el té.
Unos años después mis primas dejaron de jugar conmigo. No
sé bien el motivo por el cual sucedió: si habrá sido porque ellas se
mudaron o los mayores no se lo permitían. O simplemente no me
sentí más cómoda jugando con ellas a peinar muñecas; creo que
también me aburría bastante.
En los años que siguieron, pasé mucho tiempo con mis cuatro
hermanos varones, mis primos y vecinitos, con los que jugábamos
al metegol, a la pelota y al ping pong en invierno. En los veranos,
pasábamos todo el tiempo en la pileta, y en los juegos comenzamos
a usar mucho la fuerza y la estrategia, para derribarnos entre
nosotros desde los laterales de la pile. Era una lucha libre, con
Mi transcurso por la escuela fue menos grato que por mi
entorno familiar. En el cole, las burlas, empujones, trabadas,
golpizas y escupitajos eran moneda corriente. Muchas veces
llegué al punto de pensar en ahorcarme, utilizando la varilla que
sostenía la campana del patio principal. Demostraría así que ahí
me fueron matando, día tras día, hasta no poder soportar más
las humillaciones. Recuerdo que, cuando tenía once años, estaba
harta de los maltratos e insultos que me propinaba un compañero.
Un día me preguntó cuánto cobraba por sexo, y si yo era puto.
Mis compañeros se rieron, todos. Junté valor en un segundo, me
levanté de mi asiento y fui hasta donde estaba él, tomé una silla y
se la partí en la cabeza. Luego nos trenzamos en una pelea hasta
que nos separó la maestra. Como en una buena revictimización,
la maestra quiso que yo precisara por dónde pasaba la ofensa.
Terminé dando explicaciones absurdas. Al día siguiente, llamaron
a mi mamá desde la escuela.
Para mi familia lo sucedido era deshonroso, pero mucho peor
era tener que dar explicaciones sobre el motivo de mi reacción
“exagerada”, reconocer los insultos y burlas a los que era sometida.
Ellos, al igual que mi maestra y compañeritos, no estaban dispuestos a reconocerme. Terminaron dando explicaciones absurdas.
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Sandy Sanchez. Trabajadora sexual del barrio Pichincha. Colaboré con el Colectivo Arco Iris, a mediados de los años noventa, en Rosario.
ciertas reglas, que consistía en derribar al contrincante y hacerlo
caer a la pileta. Cuando alguno había caído, podíamos arrojarnos
encima del derrotado y sostenerlo debajo del agua, para ver cuánto
tiempo podía aguantar. También podíamos voltear al ganador de
la pelea, tomar aire, y sostenerlo bajo el agua. Estos juegos, que se
podría decir fácilmente que son muy de macho, a mí me resultaban
muy divertidos y excitantes. Me medía a mí misma para saber
cuánto tiempo podía estar debajo del agua sin respirar. Sobre todo
por ser la mariquita de la familia y del grupo. No me tenía que
dejar atemorizar y, de alguna forma, tenía que defenderme con
todas las estrategias discursivas y la fuerza de mis brazos y puños
que fuera necesaria para, al menos, arrojarles a mis hermanos lo
primero que tenía a mano, como una piedra o un cascote. Era muy
difícil ganar espacios dentro del seno familiar cuando el mundo
está diseñado para los machos y no para las maricas. Así que tuve
que aprender a defenderme de cualquier manera.